¿Eres capaz de reconocer a un mentiroso? Puede que estés convencido de que sí.
Todos creemos que a nosotros no nos la va a pegar el vendedor de coches usados que nos pide una fortuna por una tartana desvencijada, que nos sería fácil atrapar a un mentiroso. Muchos pondrían la mano en el fuego por la lealtad de su pareja, de su socio o de su viejo amigo.
Creemos que quien miente mostrará de alguna manera su trampa. Que a un mentiroso le descubriremos porque le sudarán las manos, le temblará la voz o será incapaz de mirarnos directamente a los ojos.
Una vez más la ciencia demuestra que estamos equivocados. Porque a los mentirosos es muy difícil pillarlos, y nos la cuelan con total naturalidad una y otra vez.
Si la mentira se convierte en delito, no hay otra forma de probar sus artimañas que echando mano de policías, detectives privados y jueces avispados. Y a veces, ni así conseguimos probar sus fechorías.
Al mentiroso sólo podemos detectarlo si es novato, si aún no está acostumbrado y duda en su relato.
Ilustración de Lara Dombret
Neil Garrett, un psicólogo de la University College de Londres, ha investigado cómo funciona el cerebro cuando mentimos. Le propuso a un grupo de personas participar en un juego en el que obtendrían dinero por mentir a sus parejas.
Mediante escáneres cerebrales comprobó que las primeras veces que mentían se activaban sus amígdalas, uno de los centros que regulan la emoción. Este efecto probaba que sentían vergüenza, o culpa, cuando le daban coba a su amada o amado. Lo mismo ocurría cuando tenían que ganar dinero engañando a un amigo o a un socio. La gracia de este experimento es que, a medida que se les iban poniendo pruebas, se iban acostumbrando.
¡Le iban cogiendo el gustillo a mentir! Sus cerebros iban dejando poco a poco de encender las alarmas naturales. Al cabo del tiempo el cerebro había cambiado radicalmente sus patrones eléctricos, y le parecía completamente natural contar trolas en beneficio propio.
Sólo nos sentimos culpables la primera vez que engañamos. Neil Garrett explica que la segunda ya nos vamos acostumbrando. Y a partir de la tercera o cuarta desactivamos la capacidad de sentir remordimiento.
El mecanismo cerebral por el que funciona el engaño, hace que sea especialmente peligroso que nos acostumbremos a defendernos de los reveses de la vida empleando pequeñas mentiras. Mentirijillas piadosas las llamamos. El cerebro va acostumbrándose a ellas y acepta que mentir es lo más natural del mundo.
Garrett prueba que las mentiras que dijeron los participantes en su experimento se iban haciendo cada vez mayores en el transcurso del juego, si con ello conseguían más y más beneficios. Y las partes del cerebro vinculadas a las emociones de miedo o de vergüenza, se fueron activando cada vez menos ante la falta de honradez.
Los sinvergüenzas profesionales llegan a parecer corderitos. Y, a poco que nos descuidemos, nos darán una dentellada
Fuente: Secretos del cerebro de Radio 5 (30/11/16)