‘La metamorfosis‘ es una novela corta escrita por Franz Kafka, un hombre cuyo apellido ha dado lugar a un adjetivo, «kafkiano«, que emplean incluso los que no han leído ninguna de sus obras.
‘La metamorfosis’ es la historia de Gregor Samsa, un joven viajante de comercio que una mañana, sin ningún motivo aparente, se transforma en un insecto de dimensiones imprecisas.
La lectura es desde la primera línea un acto inquietante, que irá en aumento según la metamorfosis vaya apropiándose no sólo de su animalizado cuerpo, una especie de escarabajo o cucaracha repugnante, sino de su conciencia reflexiva, y todo ello sin justificación alguna. De aquí el desasosiego del lector, como si pudiera pasarnos a cualquiera de nosotros cualquier mañana, sin paso evolutivo alguno, sin causa aparente.
La vida de Gregor Samsa, gris y rutinaria hasta ese momento, comienza una terrible metamorfosis de la que participamos con terror.
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Análisis de ‘La metamorfosis’ de Franz Kafka
Franz Kafka escribió ‘La metamorfosis’ en 1912, pero no se publicó hasta 1915. ‘La metamorfosis’, presente en numerosas editoriales, es uno de los libros más leídos de todos los tiempos, y, sin lugar a dudas, el clásico más kafkiano.
Aunque es conocido como ‘La metamorfosis’, el título original, ‘Die Verwandlung’, significa literalmente ‘La transformación’. Existe en alemán la palabra de origen griego Metamorphose, con el mismo significado que en castellano, y si el autor no la empleó es seguro que lo hizo por buenas razones.
Transformación es una palabra coloquial, que muy bien puede aludir a los muchos cambios que se producen en el curso de una vida humana. Metamorfosis, sin embargo, es un concepto que apela a lo divino, como en ‘Las metamorfosis de Ovidio’.
Lo que nos relata Kafka no es un sueño del protagonista, Gregor Samsa. Es un proceso de degradación que no parará en la mera mutación del cuerpo, sino que avanzará por su mundo afectivo y lentamente irá devorando su sensibilidad, modificando sus pautas y alterando, lógicamente, las de quienes le rodean, que ven un monstruo repulsivo con el que no pueden comunicarse, y al que irán abocando al silencio primero y a la soledad más hostil después.
‘La metamorfosis’ es una novela espectacular. Es una experiencia extraordinaria leerla y perderse por la inquietante fascinación que se experimenta, producto de la tensión y el equilibrio entre un acontecimiento fantástico y su contexto, que no puede ser más realista ni estar más próximo a lo cotidiano.
Kafka dijo: «Creo que deberíamos leer sólo el tipo de libros que nos lastimen y apuñalen. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros».
‘La metamorfosis’ se publicó en 1915 y se tradujo en España en los años 20 por orden de un estricto coetáneo de Kafka, ni más ni menos que José Ortega y Gasset, que nació el mismo año que Kafka, en 1883.
Se publicó en dos entregas en la Revista de Occidente, en una traducción sin firmar que se dice que pudo ser del gran escritor argentino Borges. En esa época, en la primera mitad de los años 20, Borges andaba por España, y parece que pudo ser él el traductor de esa obra inmortal que todo el mundo sabe como comienza.
Es posible seguir paso a paso la gestación de ‘La metamorfosis’, mediante las cartas que Franz Kafka escribía a su prometida, Felice Bauer (1887 – 1960).
En ellas se refiere a «un cuento que me ha venido a la mente en la cama, en plena aflicción. Una narración un poco terrorífica, que te dará un miedo espeluznante».
Sabemos que el espacio físico en el que tienen lugar los hechos es idéntico al real en el que vivían Kafka y su familia. Se trata de un apartamento común en aquel tiempo entre la clase media de Praga, el cual poseía una distribución peculiar. El cuarto de Kafka, en efecto, era de hecho una habitación de paso, cuyas tres puertas daban al cuarto de estar, a un pasillo y a la habitación de su hermana.
En ese cuarto Kafka escribió gran parte de su obra. Kafka escribió a menudo acerca de las molestias que le ocasionaba semejante espacio, y en alguna ocasión se refirió explícitamente a ellas.
A ojos de su familia y de la sociedad burguesa, ya antes de redactar ‘La metamorfosis’, Kafka era lo que se llama un bicho raro.
Según la interpretación marxista, los cuidados que le proporcionaban a Gregor Samsa correspondían únicamente a sus necesidades vitales (como la comida). Kafka alegoriza el estado de alienación del hombre a través de la metamorfosis de Samsa y su relación con los otros miembros de la casa. Es a su vez representación del estado que el propio Samsa sufría en el trabajo, y el alejamiento de las relaciones personales cada vez más inestables antes de su transformación.
Marx trataba este problema bajo la idea de que el capitalista sólo entrega un salario acorde a las necesidades de supervivencia, para que la clase obrera no se extinga y pueda seguir usurpando de su trabajo como parásito. Plantea Marx en los manuscritos de París: «la economía política sólo conoce al obrero en cuanto a animal de trabajo, como una bestia reducida a las más estrictas necesidades vitales.»
En la primera edición de ‘La metamorfosis’, en octubre de 1915, Kafka no quiso que el insecto en sí fuera dibujado, y así se lo dijo a Kurt Wolff, el editor, tal y como éste recordaría años después.
Franz Kafka se negó a que en la portada de aquella primera edición apareciera ningún insecto humano de innumerables patitas escuálidas y caparazón duro, ningún bicho raro que diera cuerpo al ser que en aquella habitación se movía atraído por el sonido de un violín, y que hoy sin embargo tenemos todos en mente puesto que a lo largo de estos más de cien años las editoriales no han dejado de representarlo así, y eso que Kurt Wolff sí respetó su deseo y el parásito salió de la carátula original.
La portada de la edición original mostraba a un joven en bata, con gesto trastornado, y una puerta entreabierta a sus espaldas.
Resumen de ‘La metamorfosis’ de Franz Kafka
Una mañana cuando Gregorio Samsa despertó después de un sueño intranquilo, se encontró en su cama transformado en un monstruoso insecto.
Con esta frase, que ya pertenece a la historia de la literatura, comienza ‘La transformación’.
Estaba tumbado sobre su dura espalda con forma de caparazón, y vio al levantar un poco la cabeza su vientre abultado, negro, hendido por franjas duras y abombadas, y sobre el cual apenas podía mantenerse en equilibrio el cobertor que desde lo alto empezaba a deslizarse hacia el suelo.
Sus muchas patas, ridículamente escuálidas en comparación con el volumen del resto de su cuerpo, se agitaban desesperadamente delante de sus ojos.
Y lo primero que piensa es en qué le ha ocurrido. No es un sueño. Su habitación, una habitación normal de ser humano, aunque tal vez demasiado pequeña, permanece tranquila.
Encima de la mesa está su muestrario, ya que Samsa es viajante, y cuelga una fotografía que el mismo ha recortado de una revista ilustrada.
Mira hacia la ventana, y el tiempo nublado le pone melancólico. Entonces se plantea si lo mejor no será dormir un poco más y olvidarse de todas estas locuras. No puede porque está acostumbrado a dormir sobre el lado derecho, y en su estado actual no puede volverse hacia ese lado.
Sentía un leve picor en el vientre. Se deslizó suavemente sobre su espalda hacia la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza. Se encontró con que la zona que le picaba estaba cubierta de pequeños puntos blancos que no supo explicarse, y cuando quiso palpar esa zona con una pata la retiró inmediatamente, pues el contacto le produjo escalofríos.
Piensa que levantarse pronto le vuelve a uno idiota, y que el hombre tiene que dormir. Cree que la vida de viajante es agotadora: siempre viajando y pasando a limpio los pedidos por la noche. Se despedirá en cuanto reúna el dinero que le falta para liquidar la deuda de sus padres.
Mientras tanto tiene que levantarse muy pronto, porque su tren sale a las cinco. Pero cuando mira el despertador se da cuenta de que son las seis y media. El próximo tren sale a las siete. Para alcanzarlo tiene que darse una prisa absurda y el muestrario está aún sin empaquetar, y él mismo no se siente particularmente fresco y ágil, tal vez si avisara de que está malo.
De pronto llaman con suavidad a la puerta. Está junto a la cabecera de la cama. La madre le llama y le pregunta si no iba a irse de viaje, le dice que son las siete menos cuarto. A Gregor le parece que la voz de su madre es dulce, y sin embargo se horroriza al oír su propia voz que sin duda es la de siempre, pero que, como si ascendiera de un lugar profundo, surge mezclada con un pitido doloroso y apenas contenido que deja oír las palabras con claridad en un primer momento, para resonar a continuación de un modo tal que las destruye.
Le dice a su madre que ya se levanta, y le da las gracias. Pero casi inmediatamente viene el padre a llamar a su puerta, extrañados todos de que Gregor aún siga en casa.
Desde la puerta del otro lateral la hermana le pregunta si se encuentra bien, si necesita algo, y Gregor intenta tranquilizarles sin conseguirlo.
Deshacerse del cobertor fue fácil, tan sólo necesitó inflarse un poco y cayó por su propio peso, pero a partir de ahí todo se complicaba, debido sobre todo a su extraordinaria anchura.
Necesitaba para erguirse brazos y manos, pero en su lugar tenía sólo un puñado de patas que se movían continuamente hacia todos lados y que él no conseguía dominar. Cuando quería doblar una de ellas resultaba ser esa la que primero se estiraba, y si lograba dominar esa pata, entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una excitación enorme y dolorosa.
Primero quiere salir de la cama con la parte inferior de su cuerpo, pero esa parte inferior es difícil de mover. Cuando finalmente casi con furia se lanza hacia adelante, con todas sus fuerzas y sin pensar en las consecuencias, calcula mal la dirección. Se estrella contra el travesaño a los pies de la cama y el ardiente dolor que siente le enseña que justo la parte inferior de su cuerpo es también la más sensible.
Intenta entonces sacar primero la parte superior del cuerpo. Gira con cuidado la cabeza hacia el borde de la cama pero le da miedo hacerse daño. Entonces balancea su cuerpo hacia fuera de la cama y, cuando está a punto de caer, oye que llaman a la puerta de la calle. Es el apoderado de su empresa, en persona.
Gregor se arrojó de la cama con todas sus fuerzas. Hubo un fuerte golpe, pero no un verdadero estrépito. La alfombra había amortiguado la caída, y la espalda, que era más elástica de lo que Gregor había pensado, había hecho que el ruido no fuese tan aparatoso. Sin embargo, no había puesto cuidado en levantar suficientemente la cabeza y se había hecho daño en ella. La giró, y lleno de dolor y rabia la restregó contra la alfombra.
El apoderado oye el ruido, da un par de pasos firmes por la habitación de al lado, y entonces es el padre el que a través de la puerta le avisa de que ha llegado el apoderado, y que se pregunta por qué no ha cogido el primer tren. Ellos no saben qué decirle. Le piden que abra la puerta, que siempre está cerrada con llave.
La madre le dice al apoderado que Gregor no se encuentra bien, porque si no es imposible que hubiera perdido un tren, que no tiene en la cabeza nada más que el negocio. Gregor dice que va enseguida.
En la habitación de la izquierda se impone un silencio penoso, y en la de la derecha la hermana comienza a sollozar.
Gregor yace sobre la alfombra. Le parece mucho más razonable que le dejen tranquilo que le importunen con llantos y discursos. Pero el apoderado levanta la voz, le llama, le pregunta que está ocurriendo, si acaso se está atrincherando en su habitación… Y en nombre de sus padres, y de su jefe, le pide con toda seriedad una explicación inmediata y clara. Le dice que además no están del todo satisfechos con su rendimiento, y que esta excentricidad no le va a venir muy bien.
– Pero señor apoderado – gritó Gregor fuera de sí, y olvidando en su excitación todo lo demás –, ahora mismo abro, inmediatamente. Una ligera indisposición, un mareo no me ha dejado levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ya me encuentro bien otra vez, ahora mismo me levanto. Un poco de paciencia. No me encuentro tan bien como creía pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede pasarle a uno una cosa así! Señor apoderado, un poco de consideración hacia mis padres. No hay ningún fundamento para todos los reproches que me está usted haciendo, tampoco se me ha dicho nunca una palabra al respecto. Tal vez no haya leído usted los últimos pedidos que he tramitado. Por lo demás, partiré en el tren de las ocho. Estas pocas horas de descanso me han dado fuerzas. No se entretenga usted más señor apoderado, enseguida estaré en el almacén. Tenga usted la bondad de decirlo y transmitirle mis respetos al jefe.
Gregor se acerca al armario e intenta enderezarse apoyándose en él. Quiere realmente abrir la puerta y dejarse ver, y hablar con el apoderado, siente curiosidad por saber que van a decir al verle los que ahora tanto lo reclaman.
Al principio se resbala varias veces por las lisas paredes del armario, pero finalmente da un último brinco y se yergue. Se deja caer contra el respaldo de una silla próxima a cuyos bordes se agarra con sus patas. Entonces oye al apoderado decir que no ha entendido una sola palabra de lo que ha dicho Gregor. La madre empieza a sollozar diciendo que quizás esté muy enfermo. La hermana quiere llamar a un médico. El padre a un cerrajero. Se oyen carreras, la puerta de la calle.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Cierto es que ya no se entendían sus palabras, a pesar de que a él le habían parecido bastante claras, más claras que al principio, tal vez por habérsele acostumbrado el oído. Pero ahora al menos ya creían que no todo estaba en orden y se disponían a ayudarle. La decisión y la seguridad con que se habían dado las primeras órdenes le sirvieron de alivio. Se sentía otra vez dentro del círculo de los humanos, y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos entre sí con claridad, grandiosos y sorprendentes resultados.
En la habitación de al lado todo está en silencio. Gregor se arrastra lentamente hasta la puerta con ayuda del sillón y lo abandona allí. Luego se lanza contra la puerta, se yergue pegado a ella gracias a las callosidades de sus patas que están cubiertas de una sustancia pegajosa y se queda quieto un instante, descansando del esfuerzo. Después empieza a girar con la boca la llave que está puesta en la cerradura. Sus mandíbulas son muy fuertes y logra poner la llave en movimiento. No se percata de que se está haciendo daño pues un líquido oscuro le sale de la boca, chorrea encima de la llave y gotea sobre el suelo. A medida que gira la llave se mueve él alrededor de la cerradura. Al fin suena la cerradura al ceder. Gregor apoya la cabeza sobre el picaporte para acabar de abrir la puerta.
Oyó al apoderado soltar un «¡Oh!» en voz alta. Sonó como cuando silba el viento, y vio también como éste, que era el más cercano a la puerta, se apretaba la mano contra la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible.
La madre allí estaba, a pesar de la presencia del apoderado, con los cabellos todavía alborotados y erizados de recién levantada. Juntando las manos miró primero al padre, dio después dos pasos hacia Gregor y se derrumbó en medio de sus faldas extendidas a su alrededor, con el rostro completamente oculto en su pecho.
El padre agitó el puño con expresión amenazadora, como si quisiera empujar a Gregor otra vez dentro de la habitación. Después miró inseguro a su alrededor, se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se sacudía con violencia.
Gregor no llega a entrar en el comedor. Se queda justo a la hoja de la puerta que permanece cerrada de tal modo que sólo se le ve la mitad del cuerpo, y con ello la cabeza inclinada vigilando las reacciones de los demás.
Empieza a hablarle al apoderado. Le dice que enseguida irá a trabajar, que él es un gran trabajador, que cualquiera puede sentirse momentáneamente incapacitado para trabajar. Pero es precisamente entonces cuando debe uno acordarse de todos sus esfuerzos anteriores y pensar que, en cuanto se vea libre de impedimentos, trabajará de nuevo con más ímpetu y pasión. Pero el apoderado ya se ha dado la vuelta al pronunciar Gregor la primera palabra y sólo le mira por encima del hombro con los labios fruncidos. No puede dejarle marchar. Se abre paso por la abertura entre las dos hojas para dar alcance al apoderado.
Apenas hubo ocurrido esto sintió por primera vez en toda la mañana un bienestar corporal. Las patitas se apoyaban en tierra firme. Se alegró al darse cuenta de que le obedecían perfectamente. Se esforzaban en conducirlo a donde él deseaba ir, y ya creía llegado el alivio definitivo de todos sus padecimientos.
Pero en el preciso momento en el que se encontraba en el suelo, balanceándose a causa del movimiento reprimido, justo enfrente de la madre y no muy lejos de ésta, la mujer, que aún parecía hallarse perdida en sus pensamientos, dio un salto extendiendo los brazos y separando mucho los dedos y gritó «¡Ayuda, ayuda, por el amor de Dios!», e inclinó la cabeza como si quisiera ver mejor a Gregor, pero contradiciendo esa intención retrocedió sin pensar.
De hecho, choca con la mesa y vierte el café. Al ver el café derramado Gregor no puede evitar abrir y cerrar varias veces las mandíbulas en el vacío. Al ver esto la madre vuelve a gritar, se separa de la mesa y cae en los brazos del padre. En lugar de salir en persecución del apoderado, o al menos dejar que Gregor lo persiga, el padre agarra el bastón que ha olvidado el apoderado y un periódico y, golpeando con fuerza el suelo con los pies, se dispone a hacer retroceder a Gregor hacia su habitación agitando el bastón y el periódico. La madre ha abierto una ventana de par en par y tapándose la cara con las manos se inclina hacia afuera.
Cuando se encuentra frente a la abertura de la puerta advierte que su cuerpo es demasiado ancho para atravesarla, pero su padre no sólo no le abre más la puerta sino que le empuja hacia adelante.
Lo que se oía detrás de Gregor ya no era la voz de un único padre. No era para tomárselo a broma, y Gregor, que ocurriera lo que tuviera que ocurrir, se empotró contra la puerta. Levantando un flanco de su cuerpo quedó atravesado en la abertura. Se destrozó un costado y en la blanca puerta aparecieron unas manchas asquerosas. Allí se quedó encajado, y no habría podido moverse por sí mismo, con las patas de un lado colgando en el vacío, temblando, y las del otro lado dolorosamente aplastadas contra el suelo. Hasta que el padre le dio por detrás un fuerte golpe que resultó verdaderamente liberador. Y él sangrando con profusión se derrumbó dentro de la habitación. La puerta fue cerrada con el bastón, y después se hizo por fin el silencio.
A la caída de la tarde Gregor se despierta de su pesado sueño, tan parecido a un desmayo. El resplandor de las farolas de la calle blanquea el techo de la habitación y la parte superior de los muebles, pero abajo, donde Gregor se encuentra, está oscuro. Se desliza hasta la puerta que da al vestíbulo. Su costado izquierdo parece una única, larga y monstruosa llaga, y tiene que caminar cojeando alternativamente sobre cada una de sus hileras de patas. Una de las patitas ha resultado seriamente dañada.
De pronto huele algo comestible. En la habitación hay una escudilla llena de leche azucarada en la que nadan pequeños trozos de pan blanco. Tiene hambre, y hunde la cabeza en la leche casi hasta los ojos, pero, no sólo su dolorido costado izquierdo le hace difícil comer, sino que le da asco la leche, que siempre ha sido su bebida favorita, razón por la cual seguramente la hermana se la ha preparado.
Todo estaba demasiado silencioso a su alrededor, a pesar de que la casa ciertamente no estaba vacía. – Que vida tan silenciosa lleva mi familia – se dijo Gregor, y sintió, al mirar fijamente a la oscuridad, un gran orgullo por haber podido proporcionarles a sus padres y a su hermana una vida como aquella en una casa tan hermosa.
Pero y si toda la tranquilidad, todo el bienestar, todas las satisfacciones tuvieran que acabarse ahora de un modo horrible. Para no perderse en tales pensamientos, Gregor prefirió ponerse en movimiento y arrastrarse por el cuarto de un lado a otro.
Ya de noche cerrada se apaga la luz del comedor. Gregor, ahora, tiene tiempo por delante para meditar sin ser molestado sobre cómo debe organizar su nueva vida. Pero la habitación alta y vacía en la que se ve obligado a permanecer pegado al suelo le angustia sin que pueda encontrar la causa. Con un movimiento a medias inconsciente y no sin un poco de vergüenza, se apresura a esconderse bajo el canapé donde, a pesar de que su espalda le queda un poco aplastada y ya no puede levantar la cabeza, se siente de repente muy cómodo.
Allí permanece toda la noche. Sólo piensa en tener calma y en hacer soportable a la familia todas las incomodidades que su estado actual causa.
Por la mañana temprano, casi era de noche todavía, tuvo Gregor ocasión de poner a prueba la fuerza de las decisiones que acababa de tomar, pues la hermana, casi completamente vestida, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con curiosidad hacia dentro.
No dio con él inmediatamente, pero cuando le descubrió debajo del canapé – pero por Dios, en algún sitio tenía que estar, no podía haber salido volando – se asustó tanto que sin poder contenerse volvió a cerrar la puerta desde fuera. Pero como si se arrepintiera de sus modales volvió a abrir la puerta enseguida y entró a hurtadillas, como si estuviese en la habitación de un enfermo grave o de un extraño. Gregor tenía la cabeza casi asomando por el borde del canapé y la observaba.
La hermana descubre con sorpresa la escudilla aún llena. La recoge inmediatamente y se la lleva. Le trae, para poner a prueba sus gustos, una completa selección de alimentos dispuestos sobre un periódico viejo. Verduras rancias y medio podridas, huesos de la cena de la víspera rodeados de salsa blanca y endurecida, algunas uvas pasas y almendras, un queso que dos días atrás Gregor ha declarado incomestible, un pedazo de pan duro y otro pedazo cubierto con mantequilla y sal.
Las patitas de Gregor zumban al dirigirse a la comida. Sus heridas parecen haberse sanado. Con los ojos llenos de lágrimas de alegría devora sucesivamente el queso, las verduras y la salsa. La hermana, en señal de que debe retirarse, gira lentamente la llave. Se apresura a esconderse debajo del canapé. Su hermana entra y limpia todo, se lleva los restos y se va. Gregor sale entonces de debajo del canapé. Se estira y suspira.
De esa forma recibía Gregor su comida diariamente. Una vez por la mañana, cuando los padres y la criada aún dormían. La segunda vez después de la comida del mediodía, pues los padres echaban una cabezada y la criada salía con algún encargo de la hermana. Seguro que tampoco los padres querían que Gregor pasara hambre, pero quizás no habrían podido soportar enterarse de cómo comía salvo de oídas, y tal vez la hermana quería ahorrarles en la medida de lo posible una pequeña tristeza, pues ya sufrían muchas de hecho.
Gregor no puede enterarse de ninguna noticia, pero suele escuchar con atención y cuando oye una voz corre hacia la puerta y se pega a ella con todo su cuerpo. Al principio no hay conversación que no verse sobre él. Nadie quiere quedarse solo en casa, y tampoco pueden dejar la casa abandonada. Ya el primer día la criada suplicó de rodillas a la madre que la despidiera en el acto, y cuando al fin se marchó agradeció entre lágrimas el gran favor que se le hacía con el despido, y juró solemnemente, sin que nadie se lo pidiera, que no contaría nada a nadie.
El padre hace una completa relación de sus bienes y sus perspectivas económicas, para información tanto de la madre como de la hermana. Gregor siempre ha creído que al padre no le ha quedado nada en absoluto de su antiguo negocio, por eso empezó a trabajar con un empuje tan extraordinario y pasó rápidamente de ser un dependiente insignificante a convertirse en viajante de comercio.
Habían sido tiempos felices, y nunca se habían repetido, al menos con tal esplendor, a pesar de que Gregor había llegado a ganar después más dinero, lo suficiente para correr por sí solo con los gastos de toda la familia, cosa que hacía. Se habían acostumbrado tanto la familia como Gregor. Ellos aceptaban agradecidos el dinero y él se lo entregaba gustoso, pero no volvió a producirse aquel calor tan especial.
Sólo la hermana seguía estando unida a Gregor, y éste, puesto que ella a diferencia de Gregor amaba la música y sabía tocar el violín de un modo apasionado, tenía el secreto plan de enviarla al año siguiente al Conservatorio, sin preocuparse por los fuertes gastos que esto ocasionaría y que ya se recuperarían de cualquier otra manera.
Gregor se entera ahora de que a pesar de todos los infortunios todavía les queda un pequeño patrimonio de los viejos tiempos, ciertamente muy escaso, pero que ha aumentado un poco en los últimos años gracias a que nadie ha tocado los intereses. Detrás de la puerta mueve la cabeza con aprobación, alegrándose de aquella inesperada previsión económica. Aunque aquel dinero no basta para que la familia pueda vivir de las rentas, podrían aguantar unos dos años. Tal vez tendrían que ponerse a trabajar, todos. Gregor, encendido de vergüenza y de tristeza, se aparta de la puerta y se arroja sobre el fresco sofá de cuero que hay junto a ella.
A menudo se pasaba toda la noche allí tumbado, durmiendo poco y restregándose sobre el cuero durante horas. Otras veces no se arredraba ante la fatigosa tarea de acercar un sillón a la ventana, trepar después al antepecho y subido en el sillón apoyarse en el cristal, recordando tal vez lo agradable que había sido en otro tiempo mirar a través de la ventana. Pues efectivamente, día tras día, veía cada vez más borrosas incluso las cosas que no se hallaban muy lejos.
En cuanto su observadora hermana ve que el sillón está junto a la ventana, ella misma lo acerca después de arreglar la habitación, e incluso deja abiertas las contraventanas interiores.
A Gregor le gustaría poder hablar con su hermana y darle las gracias por todo lo que debe hacer por él. La hermana intenta hacer lo más soportable posible la penosa situación, y naturalmente cuanto más tiempo pasa más lo consigue. Pero también Gregor lo va viendo todo más claro con el tiempo.
A ella le horroriza sólo entrar en la habitación. Apenas ha entrado, sin perder tiempo en cerrar la puerta para ahorrarles a los demás la visión de la habitación de Gregor, corre derecha a la ventana y la abre de par en par, bruscamente, como si se ahogara, y permanece allí, durante un rato, por mucho frío que haga respirando profundamente. Esas carreras y esos ruidos asustan a Gregor, que durante todo ese tiempo tiembla bajo el canapé. Y ella se los evitaría si fuera capaz de permanecer con la ventana cerrada en la misma habitación que Gregor.
Una vez ya había pasado un mes desde la transformación de Gregor, y ya no había ninguna razón concreta para que la hermana se asustara del aspecto de éste, vino ella un poco más temprano que de costumbre, y encontró a Gregor mirando aún por la ventana, inmóvil, y en una postura que daba pavor. A Gregor no le hubiera extrañado que ella no entrara, pues él en su posición le impedía abrir enseguida la ventana, pero ella no sólo no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta.
Un extraño habría podido pensar que Gregor la había acechado y que había querido morderla. Gregor, naturalmente, se escondió enseguida debajo del canapé, pero tuvo que esperar hasta el mediodía para que la hermana volviese a entrar, y ahora parecía más intranquila que de costumbre.
Gregor comprende que su aspecto todavía le resulta a ella insoportable, así que, para evitarle también esa visión, un día Gregor traslada sobre su espalda la sábana hasta dejarla sobre el canapé, y la coloca de tal manera que ahora él queda oculto por completo, y la hermana, incluso si se agacha, no puede verlo.
Durante los primeros catorce días los padres no se deciden a entrar a verlo. Algunas veces esperan ambos delante de la habitación de Gregor mientras la hermana la arregla, y apenas ha salido les cuenta con detalle qué aspecto tiene la habitación, qué ha comido Gregor, cómo se ha comportado esta vez. La madre quiere ver a Gregor, pero no la dejan entrar. Gregor piensa que tal vez sería bueno que la madre entrara, y su deseo tarda poco en cumplirse.
Le resultaba difícil descansar tranquilo durante la noche. La comida dejó de producirle la menor satisfacción. Y así adquirió la costumbre, para distraerse, de deslizarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le gustaba sobre todo permanecer colgado del techo, era algo completamente distinto a estar tumbado en el suelo. Se respiraba mejor. Una ligera sacudida le recorría el cuerpo, y en el estado casi placentero en que se hallaba allí arriba podía ocurrir que, con gran sorpresa por su parte, se desprendiera y cayera al suelo. Pero ahora su cuerpo era más resistente que al principio, y no se hacía daño con aquellas caídas.
La hermana descubrió enseguida la nueva diversión que Gregor había encontrado, dejaba algunos rastros de baba al resbalar, y se le metió en la cabeza facilitársela lo más posible y retirar los muebles que le estorbaban, particularmente el armario y el escritorio.
Para mover los muebles le pide ayuda a su madre y ésta acude a la llamada dando gritos de emoción, pero enmudece al llegar ante la puerta de la habitación. Gregor se ha colocado rápidamente la sábana encima haciendo que lo tape más que nunca, y formando más pliegues, de forma que parece que alguien ha arrojado descuidadamente la sábana sobre el canapé.
Gregor oye como las dos débiles mujeres empujan el pesado y viejo armario. La madre dice que deberían dejar el armario donde está, en primer lugar porque pesa mucho, y el armario en medio de la habitación le impide a Gregor moverse, y luego porque no está segura de que Gregor esté de acuerdo con que le quiten los muebles.
– Y es que acaso – concluyó la madre en voz baja, casi en un murmullo, como si quisiera evitar que Gregor, cuyo escondite exacto desconocía, oyese siquiera el ruido de su voz, pues sus palabras, de eso estaba segura, no las entendería.
– Y es que acaso ¿no parece que al retirar los muebles abandonamos toda esperanza de que mejore y le dejamos a merced de la suerte sin ninguna consideración? Creo que lo mejor sería conservar la habitación exactamente como estaba al principio, para que Gregor, cuando vuelva a estar con nosotros, lo encuentre todo intacto, y pueda olvidar con más facilidad este paréntesis.
Pero por desgracia su hermana es de otro parecer e insiste en retirar no sólo el armario y el escritorio, como había planeado al principio, sino también todos los demás muebles, a excepción del indispensable canapé. No es sólo la obstinación infantil y la autoestima inesperada y difícilmente adquirida en los últimos tiempos lo que determina esa decisión, sino también la observación efectiva de que Gregor necesita mucho espacio para arrastrarse, mientras que no necesita en absoluto los muebles.
Gregor puede prescindir el armario, pero el escritorio tiene que quedarse. En cuanto salen de la habitación Gregor saca la cabeza de debajo del canapé para ver cómo puede actuar de la forma más discreta y considerada posible, pero por desgracia es la madre la que primero vuelve a la habitación. No está acostumbrada a ver a Gregor. Puede enfermar con sólo verlo. Así que Gregor, asustado, retrocede hasta el otro extremo del canapé, pero la sábana se mueve un poco hacia adelante, lo que basta para llamar la atención de la madre. Se detiene. Se queda un momento en silencio, y luego vuelve junto a Grete.
Gregor no dejaba de decirse que no ocurría nada extraordinario, que sólo estaban moviendo un par de muebles. Pero a pesar de ello tuvo que admitir que aquel ir y venir de las mujeres, sus pequeños gritos, el arrastrar de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran estrépito creciente que procedía de todas partes, y encogiendo la cabeza y las patas, y apretando el cuerpo contra el suelo, tuvo que decirse irremisiblemente que no soportaría todo aquello mucho tiempo. Le vaciaban la habitación. Le quitaban todo lo que amaba.
Se van a llevar el escritorio donde hacía sus tareas cuando era estudiante de comercio. Sale de repente. Cambia cuatro veces de rumbo. No sabe en realidad qué debe salvar primero, pero entonces ve en la pared vacía el cuadro de la señora envuelta en pieles. Se arrastra rápidamente hasta allí arriba y se aprieta contra el cristal que alivia el ardor de su vientre. Gira la cabeza en dirección a la puerta del comedor, Grete lleva del brazo a la madre y casi tira de ella. Entonces su mirada se cruza con la de Gregor en la pared, inclina el rostro hacia su madre para evitar que mire a su alrededor e intenta sacarla de la habitación, pero justo las palabras de Grete inquietan a la madre que se echa a un lado, advierte la enorme mancha oscura sobre el papel floreado de la pared y, antes de ser consciente del todo de que es Gregor lo que está viendo, grita, con una voz áspera y estridente, y cae sobre el canapé con los brazos extendidos, como si se rindiera.
– Gregor – gritó la hermana con el puño levantado y una mirada enérgica. Eran las primeras palabras que le había dirigido directamente desde la transformación. Entró en la habitación de al lado a buscar alguna esencia para despertar a la madre de su desvanecimiento.
Gregor también quería ayudar, ya habría tiempo para salvar el cuadro, pero estaba tan pegado al cristal que tuvo que desprenderse con violencia. Entró también él en la habitación contigua, como si pudiera darle a la hermana algún consejo igual que en los viejos tiempos, pero tuvo que permanecer quieto detrás de ella. Mientras ella revolvía entre diversos frascos. Se asustó al darse la vuelta. Un frasco cayó al suelo y se rompió. Un trozo de cristal hirió a Gregor en la cara, una medicina corrosiva se derramó sobre él. Grete, sin pensárselo mucho, cogió todos los frascos que podía transportar de una vez y volvió con ellos junto a la madre cerrando la puerta con el pie.
Gregor queda así alejado de su madre, que por culpa suya tal vez se esté muriendo. No debe abrir la puerta. No puede hacer otra cosa que esperar, y, acosado por el remordimiento y la preocupación, empieza a arrastrarse. Se arrastra por todas partes por la pared de la habitación. Y finalmente, en su desesperación, cuando ya la habitación entera empieza a dar vueltas a su alrededor, se deja caer encima de la gran mesa.
Pasa algún tiempo. Todo está silencioso a su alrededor. El padre ha vuelto. Grete le dice que la madre se ha desmayado y que Gregor se ha escapado, y el padre contesta que se lo esperaba, que ya lo había dicho, pero que las mujeres nunca quieren escuchar.
Para Gregor estaba claro que el padre había entendido mal la demasiado breve información de Grete y pensaba que Gregor era culpable de algún acto violento. Por tanto Gregor debía intentar aplacar al padre, pues no tenía tiempo ni posibilidad de darle explicaciones. Y así se lanzó hacia la puerta de su habitación y se pegó a ella, para que el padre, al entrar desde el vestíbulo, pudiera ver que Gregor, con su mejor intención, regresaba enseguida a su habitación y que no sería necesario obligarle a ello, sino que bastaba con abrirle la puerta y desaparecería en el acto.
Pero el padre no está en situación de darse cuenta de semejantes sutilezas. Grita al entrar. Gregor separa la cabeza de la puerta y la levanta hacia el padre. No le reconoce, no es el padre débil y enfermizo de antes sino que va muy erguido, vestido con un rígido uniforme azul con botones dorados, el pelo blanco peinado con una raya precisa y resplandeciente. Camina con osquedad en dirección a Gregor, con los largos bajos del faldón del uniforme recogidos hacia atrás y las manos en los bolsillos del pantalón.
Apartándose de su camino Gregor echa a correr, deteniéndose cuando el padre se detiene y volviendo a correr cuando el padre hace el menor movimiento. Gregor permanece en el suelo, pues teme que el padre, al verle escapar por las paredes o por el techo, vea en ello una forma especial de maldad.
Mientras se balanceaba un poco, con el fin de juntar fuerzas para seguir corriendo, apenas podía abrir los ojos. En su estupefacción no podía pensar en otra salida que en seguir corriendo. Ya casi había olvidado que tenía las paredes a su disposición, aunque por otra parte éstas estaban saturadas de muebles labrados con esmero y llenos de esquinas y picos, cuando de repente, algo que había sido lanzado sin fuerza, cayó rodando a su lado. Era una manzana, después la siguió otra. Gregor, aterrorizado, no se movía. Era inútil seguir corriendo, pues el padre se había propuesto bombardearlo.
Una manzana arrojada sin fuerza roza la espalda de Gregor, pero la siguiente en cambio se incrusta en su espalda. Siente un increíble dolor, pero se siente como clavado al suelo, y se rinde por fin perdiendo el sentido. Con su última mirada ve como la puerta de su habitación se abre de par en par, y precediendo a la hermana, que grita, sale la madre, a medio vestir, corriendo hacia el padre y suplicándole que perdone la vida de Gregor.
La grave herida de Gregor le hizo sufrir más de un mes. La manzana, como nadie se atrevió a quitársela, quedó clavada en su carne como un recuerdo visible. Pareció hacer recordar incluso al padre que Gregor, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, al que no cabía tratar como a un enemigo, sino que al contrario, era un deber de la familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse, simplemente, resignarse.
Tal vez por eso desde entonces la puerta del comedor se abre siempre al atardecer, y de ese modo, echado en la oscuridad de su habitación e invisible desde el comedor, puede ver a la familia alrededor de la mesa iluminada y escuchar sus conversaciones, en cierta medida con el consentimiento general, esto es de una forma totalmente diferente a como ha sido hasta entonces.
En esta familia agobiada por el trabajo y rendida por el cansancio, nadie tiene tiempo de ocuparse de Gregor más de lo estrictamente necesario. El presupuesto doméstico se reduce cada día más. Una asistenta, colosal y huesuda, con cabellos blancos, viene por la mañana y por la tarde a ocuparse del trabajo más pesado. Pero no pueden abandonar aquella casa, que se ha vuelto demasiado grande en las actuales circunstancias, porque no saben cómo trasladar a Gregor, y porque una mudanza significaría la completa pérdida de la esperanza.
Por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, la hermana, sin pensar ya en qué podría apetecerle a Gregor, empujaba rápidamente con el pie cualquier clase de comida hacia el interior de la habitación, para después por la noche, sin importarle si Gregor apenas había probado la comida, o, el caso más frecuente, ni siquiera la había tocado, retirarla con el palo de una escoba.
El arreglo de la habitación, que ahora siempre realizaba por la noche, no podía ser más rápido. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, y por todas partes había ovillos de polvo y basura.
Al principio, cuando la hermana llega, Gregor se coloca en los rincones más llamativamente sucios, para reprochárselo en cierta medida. Pero la hermana ve la suciedad tan bien como él, pero ha decidido dejarla allí. Nadie más que ella se ocupa de la limpieza de la habitación de Gregor, pero ahora está la asistenta. Esa vieja viuda no siente ninguna repugnancia por Gregor, de hecho abre un poco la puerta por la mañana y por la tarde de pasada y le echa una ojeada a Gregor. Le llama pedazo de escarabajo. Gregor no responde, permanece inmóvil en su sitio como si la puerta no se hubiera abierto.
Una mañana Gregor, enfurecido, se vuelve hacia ella, como si fuese a atacarla, aunque débilmente y con lentitud. Pero la asistenta, en lugar de asustarse, levanta una silla que hay junto a la puerta y permanece así, con la boca muy abierta y la clara intención de no cerrarla hasta haber dejado caer la silla sobre la espalda de Gregor.
Gregor ahora casi no comía nada. Cuando pasaba casualmente junto a la comida se metía un bocado en la boca como por azar, lo conservaba allí durante horas y casi siempre volvía a escupirlo. Al principio pensó que era la tristeza por el estado de su habitación lo que le quitaba el apetito. Pero precisamente a los cambios en su habitación se resignó muy pronto. Se habían acostumbrado a guardar allí cosas que estorbaban en otros lugares de la casa, y esas cosas eran muchas ahora que habían alquilado una habitación a tres huéspedes.
Los tres dignos señores, los tres llevan barba, son muy escrupulosos con el orden, no sólo en su habitación sino también en toda la casa, y muy especialmente en la cocina. No soportan los trastos inútiles, ni mucho menos sucios.
Como los huéspedes cenan algunas veces en casa la puerta del comedor permanece cerrada. Gregor se tumba entonces en el rincón más oscuro de su habitación. Pero un día la asistenta deja la puerta del comedor un poco abierta, y así está todavía cuando los huéspedes llegan por la noche y encienden la luz. Se sientan a la mesa en los mismos sitios que antes ocupaban el padre, la madre y Gregor. Esa noche se oye el violín en la cocina. Los huéspedes prestan atención, se levantan y van de puntillas a escucharlo. Al darse cuenta el padre les pregunta si les molesta, y ellos dicen que al revés, que les gustaría mucho escucharla mejor.
Enseguida llegó el padre con el atril, la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana con calma dispuso todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían alquilado una habitación a nadie, y por ello exacerbaban la amabilidad hacia los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas.
El padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha entre dos botones de la librea abrochada. A la madre en cambio le fue ofrecido un sillón por uno de los huéspedes, y puesto que el sillón quedó donde por azar lo había colocado un huésped, permanecía sentada en un rincón apartado.
La hermana comienza a tocar. Gregor, atraído por la música, se atreve a acercarse un poco y mete la cabeza dentro del comedor. Está cubierto de porquería. Arrastra consigo a su espalda hilos, pelos y restos de comida, pero a pesar de ese estado no siente ninguna vergüenza al avanzar por el inmaculado suelo del comedor. Nadie se fija en él.
La familia está totalmente absorta en el violín. En cambio, los huéspedes, que al principio con las manos en los bolsillos se han colocado demasiado cerca del atril de la hermana, tan cerca que podrían seguir la partitura con la vista, enseguida se apartan hasta colocarse junto a la ventana en donde, observados con preocupación por el padre, permanecen hablando a media voz y con las cabezas inclinadas. Parece que se han hartado de la función, sin embargo la hermana toca muy bien.
Gregor se arrastró hacia adelante un poco más y pegó la cabeza al suelo para poder cruzarse en la mirada de la hermana. ¿Acaso era él un animal ya que tanto le atraía la música? Era como si le mostrara el camino hacia un alimento ansiado y desconocido. Estaba decidido a acercarse a la hermana, tirarle la falda y hacerle entender que podía venir con el violín a su habitación, pues nadie aquí la recompensaría por su música como él quería recompensarla. No quería dejarla salir de su habitación, al menos mientras él viviera. Su espantosa forma le sería de utilidad por vez primera.
De pronto uno de los huéspedes grita llamando al señor Samsa y señalando con el índice a Gregor que avanza lentamente. Calla el violín y el huésped sonríe a sus amigos meneando la cabeza, y vuelve a mirar a Gregor. Al padre le parece entonces más necesario tranquilizar a los huéspedes que echar a Gregor de allí, aunque ellos parecen entretenerse más con Gregor que con la música. Se precipita hacia ellos y, abriendo los brazos, intenta hacerlos pasar a su habitación mientras con su cuerpo les impide ver a Gregor, pero el huésped de en medio golpea violentamente con el pie sobre el suelo y hace al padre detenerse en el acto. Le dice que en vista de las repugnantes condiciones que reinan en esa casa, y en esa familia, abandonará inmediatamente su habitación sin pagar nada. Entonces agarra el picaporte y cierra la puerta.
El padre se deja caer en el sillón. Gregor ha permanecido en silencio todo el tiempo, sin moverse del lugar donde lo han sorprendido los huéspedes.
Ni siquiera se sobresaltó cuando el violín cayó de entre los dedos temblorosos de la madre y se fue al suelo desde el regazo de ésta produciendo un sonido cavernoso.
– Queridos padres – dijo la hermana, y golpeó con la mano sobre la mesa a modo de introducción – esto no puede continuar. Si vosotros no os dais cuenta yo sí me doy cuenta. No quiero ni pronunciar el nombre de mi hermano delante de este monstruo, y por eso sólo diré que tenemos que intentar deshacernos de él. Hemos hecho todo lo humanamente posible para cuidarlo y tolerarlo, y creo que nadie podría hacernos el menor reproche.
El padre dice que tiene razón, mientras la madre empieza a toser con una expresión de demencia en los ojos. La hermana rompe a llorar con tanta violencia que sus lágrimas resbalan por encima del rostro de la madre, de donde ella las va secando con mecánicos movimientos de mano. El padre dice que si él les comprendiera tal vez sería posible llegar a un acuerdo. La hermana grita que tiene que irse.
– Sólo tienes que intentar librarte de la idea de que eso es Gregor. Nuestra desgracia es haberlo creído así durante tanto tiempo. ¿Cómo podía Gregor ser eso? Si fuese Gregor ya habría entendido hace tiempo que no es posible que convivan seres humanos con semejante animal, y ya se habría ido él por su propia voluntad. Así ya no tendríamos ningún hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor. En cambio ahora, ese animal nos persigue, echa a los huéspedes, evidentemente quiere apoderarse de toda la casa y dejarnos a nosotros en la calle.
Y con un terror, completamente incomprensible para Gregor, la hermana se aparta del sillón de la madre y corre hacia el padre. Pero a Gregor ni se le ha ocurrido querer atemorizar a nadie, y mucho menos a su hermana, simplemente ha comenzado a darse la vuelta para volver a su habitación. A causa de su lamentable estado tiene que ayudarse con la cabeza, levantándola y volviéndola a agachar varias veces.
Ahora todos le observan, silenciosos y tristes. Gregor no puede contener los jadeos a causa del esfuerzo y tiene que detenerse a descansar una y otra vez. Cuando termina de darse la vuelta empieza a retroceder en línea recta. Nada más entrar en la habitación, la hermana cierra deprisa con llave. Junto a la puerta gira la cabeza. Su última mirada la fija sobre la madre, que ahora duerme profundamente.
– ¿Y ahora? – se preguntó Gregor mirando la oscuridad a su alrededor. Descubrió enseguida que ya no podía moverse. No se sorprendió, al contrario, le pareció antinatural que hasta entonces hubiera podido moverse con aquellas enclenques patitas. Por lo demás se sentía relativamente cómodo. Cierto que le dolía todo el cuerpo, pero era como si poco a poco los dolores se hicieran más y más débiles hasta cesar por completo.
Ya casi no notaba la manzana podrida que tenía en la espalda y la inflamación que la circundaba, que estaba cubierta de un polvo blanco. Volvió a pensar con emoción y amor en su familia. Su convicción de que tenía que desaparecer era si cabe aún más decidida que la de la hermana. Permaneció en ese estado de meditación despreocupada y plácida hasta que el reloj de la torre dio las tres de la mañana. Aún experimentó el comienzo del amanecer al otro lado de la ventana. Después, contra su voluntad, dejó caer la cabeza, y sus orificios nasales exhalaron débilmente su último aliento.
Cuando por la mañana temprano llega la asistenta no encuentra nada llamativo en la habitación de Gregor. Piensa que yace inmóvil a propósito, y con la escoba intenta hacerle cosquillas. Luego le empuja un poco. Y al final comprende. Dice a gritos que se ha quedado seco. Los Samsa se bajan de la cama rápidamente y van a la habitación de Gregor junto con la hermana. El padre dice que ahora pueden dar gracias a Dios. Se santigua, y las tres mujeres siguen su ejemplo. Grete dice que estaba muy flaco.
Lo primero que hace el señor Samsa es echar a los tres huéspedes a la calle. Deciden dedicar el día a descansar y pasear. Escriben una carta de disculpa a sus respectivos trabajos. La asistenta dice que se marcha y que ya no tienen que preocuparse por cómo deshacerse de ese trasto de ahí al lado, que ya está todo arreglado. Pero se va sin que la dejen dar más explicaciones.
Las dos mujeres van hacia la ventana y permanecen allí abrazadas, pero el señor Samsa les dice que se olviden ya de todo. Y entonces terminan sus cartas y salen de casa los tres juntos, algo que no han hecho desde hace meses. Y van en tranvía, hasta los confines de la ciudad.
Cómodamente recostados en sus asientos discutieron proyectos para el futuro, y no les pareció que fuera éste malo en absoluto, considerándolo de cerca, pues los tres tenían empleo, sobre los cuales aún no se habían preguntado mucho unos a otros, bastante buenos y con buenas perspectivas.
La mayor mejoría inmediata de su situación tenía que producirse naturalmente al cambiar de casa. Querían irse ahora a una casa más pequeña y más barata, pero mejor situada y en general más práctica que la que tenían, la cual había sido elegida por Gregor.
Mientras así conversaban, el señor y la señora Samsa se dieron cuenta al mirar a su hija, cada vez más animada, de como ésta, a pesar de todas las penas que en los últimos tiempos la habían hecho palidecer, se había convertido en una hermosa y atractiva muchacha. En silencio, y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaron que ya era hora de buscarle un hombre honrado, y fue para ellos como una confirmación de esos nuevos sueños y sus buenas intenciones cuando al final de su viaje la hija se levantó la primera y estiró su joven cuerpo.
Vida i obra de Franz Kafka
Franz Kafka nació en Praga, el 3 de julio de 1883. Murió el 3 de junio de 1924. Es, sin duda, uno de los autores más importantes de la literatura universal. La influencia de su obra es extraordinaria.
Kafka publicó unas pocas obras en vida que obtuvieron cierto reconocimiento. La buena acogida entre sus colegas se extendió sólo relativamente al público lector. Aparecidas en pequeñas tiradas, las ventas estuvieron muy lejos de permitir a su autor vivir de la literatura.
Franz Kafka pertenece al curioso club de autores que conocemos mejor gracias a la deslealtad más o menos grande de un amigo. Un amigo aparentemente desleal pero en el fondo muy muy leal, porque realmente no le hizo caso cuando le pidió que a su muerte, que se produjo en 1924, a los 41 años de edad, destruyera los manuscritos que tenía todavía sin publicar, entre ellos ‘El proceso’, ‘El castillo’ o ‘La muralla china’, algunas de sus obras más importantes. Otras habían sido publicadas en vida de Kafka.
Afortunadamente su amigo Max Brod no le hizo caso y los publicó, para supremo beneficio de la imaginación occidental. Max Brod justificó su acción alegando que le había dicho a Kafka que él no sería capaz de quemar sus obras. Por lo tanto dedujo que si Kafka hubiera querido realmente la destrucción de sus manuscritos no lo habría nombrado su albacea.
La amistad de Franz Kafka con Max Brod venía a ser la amistad típica del chico raro con el chico que no lo es. Max Brod era un hombre muy esperanzado y con unas ideas muy claras con respecto por ejemplo a vínculos con la religión, en cambio Kafka era un descreído absoluto y un nihilista.
Kafka fue un depresivo crónico durante la mayor parte de su vida. Todas sus obras a lo que aluden es a la enorme soledad del hombre contemporáneo sumido en una vorágine de burocracia, de cosas que le oprimen y que no le dejan desarrollar su auténtico yo. El mensaje que nos da Kafka es un mensaje nihilista, que la vida incluso no se sabe muy bien si merece la pena de ser vivida e incluso hay unos impulsos suicidas grandes en su obra.
Por otro lado, curiosamente, también hay mucho sentido del humor en la obra de Franz Kafka. Ese humor centroeuropeo que él encarna tan maravillosamente en ‘La muralla china’ o en ‘Un artista del hambre’, por ejemplo. Historias breves, en ocasiones micro relatos, que son muy divertidas.
A difundir la obra de Franz Kafka contribuyó seguramente, y no poco, el hecho de que la Gestapo secuestrara todos sus papeles. Muchos de ellos no han aparecido todavía, sigue siendo un misterio.
Lo que los nazis odiaban de Kafka era:
- Por un lado que era de familia judía, aunque por supuesto él no era creyente en nada que significara la Ley mosaica.
- Y por otro que era un hombre que destilaba amargura, y lo que quería el Tercer Reich era precisamente optimismo y supremacismo, y todas esas cosas positivas que preconizaban y que luego tanto daño han hecho a la humanidad.
¿Cómo era la relación de Franz Kafka con su padre?
El medio familiar de Kafka fue muy importante para el desarrollo de su literatura, pero no porque el padre de Kafka fuera peor que muchos de los padres de la época sino porque Franz Kafka era rarísimo. Precisamente por lo raro que era ha dado una literatura tan extraordinaria, y se puede decir que hay un antes y un después de Kafka en la literatura universal.
El mismo era consciente de eso, porque en algún momento dice «yo soy sólo fin o principio». Él se consideraba fin de algo o principio de otra cosa. El decía que no le servía ni la Ley mosaica ni la observancia de esa ley, ni tampoco el cristianismo (hubo muchos judíos que se hicieron cristianos, hubo muchas conversiones, y él jamás pensó que podía servirle tampoco el cristianismo).
A Franz Kafka la relación con su padre le marcó definitivamente para siempre. Es un ejemplo de lo que Sigmund Freud llamó el complejo de Edipo con su madre y el pelear con su padre por su madre.
La familia judía, cómo vemos perfectamente en las películas de Woody Allen, es muy paradigmática en la cuestión psicoanalítica, y la familia de Kafka lo era. Se llevaba muy bien con Ottilie («Ottla»), una de sus hermanas, con la que hay una serie de cartas.
De hecho el epistolario de Kafka es tan importante casi como su obra narrativa. Tiene una carta al padre que es tremenda y desgarradora.
También tiene una serie de cartas a la escritora, traductora y periodista checa Milena Jesenská, casada, a quien había conocido a principios de 1920, y que durante años fue conocida como «la enamorada de Kafka» debido a la edición de las cartas que el escritor le había enviado.
También hay cartas a Felice Bauer, que fue una de sus novias. Con ella mantuvo una relación difícil, que dio origen a una correspondencia de más de 500 cartas y tarjetas postales.
Su última novia, Dora Diamant, también tuvo correspondencia con él. Ella fue precisamente la que se llevó los manuscritos más importantes que luego la Gestapo requisó.
Kafkiano, significado según la RAE
“Alguien debió de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido».
Así comienza ‘El proceso‘, una de las novelas más conocidas de Franz Kafka.
K, el protagonista, es detenido porque sí, y obligado a pasar por un proceso desconcertante donde ni la causa de su detención, ni la naturaleza de los procesos judiciales son claros para él. Este tipo de escenario se considera tan característico de la obra de Kafka que los académicos dieron con una nueva palabra para él: kafkiano
¿Qué quiere decir que algo es kafkiano? Kafkiano entró en la lengua vernácula para describir lo innecesariamente complicado y las experiencias frustrantes, como ser forzados a desplazarse por laberintos de burocracia.
Según la RAE, el significado de kafkiano o kafkiana es:
- Adjetivo. Perteneciente o relativo a Franz Kafka, escritor checo, o a su obra. Las novelas kafkianas.
- Adjetivo. Que tiene rasgos característicos de la obra de Kafka. Una visión del mundo muy kafkiana.
- Adjetivo. Dicho de una situación: Absurda, angustiosa.
¿Pero estar de pie en una larga cola, para rellenar un papeleo confuso, captura realmente la riqueza de la visión de Kafka? Más allá de un uso ocasional del término, ¿qué hace que algo sea kafkiano?
Las historias de Franz Kafka en efecto, se ocupan de muchos aspectos mundanos y absurdos de la burocracia moderna, reflejando en parte su experiencia al trabajar como empleado de seguros en Praga a principios del siglo XX. Muchos de sus protagonistas son trabajadores de oficina obligados a luchar a través de una red de obstáculos con el fin de lograr sus objetivos, y, a menudo todo el proceso resulta ser tan desorientador e ilógico que el éxito se vuelve inútil.
Por ejemplo, en la breve historia ‘Poseidón’ el dios griego antiguo es un ejecutivo tan inundado con el papeleo que nunca ha tenido tiempo para explorar sus dominios bajo el agua.
El tema aquí es que ni siquiera un dios puede manejar la cantidad de papeleo que exige el trabajo moderno. Y ese dios no está dispuesto a delegar ninguno de sus trabajos porque considera a todos los demás indignos de esa tarea. El Poseidón de Kafka es un prisionero de su propio ego.
Esta sencilla historia contiene todos los elementos que hacen que un escenario sea verdaderamente kafkiano. No es lo absurdo de la burocracia por sí sola sino la ironía del razonamiento circular del personaje en reacción a él, que es un símbolo de la escritura de Kafka.
Sus historias tragicómicas son una forma de mitología de la era industrial moderna, en donde explora las relaciones entre los sistemas de poder arbitrarios y los individuos atrapados en ellos.
Tomemos, por ejemplo, la más famosa historia de Kafka, ‘La metamorfosis’. Cuando Gregor Samsa despierta una mañana se encuentra transformado en un insecto gigante, su mayor preocupación es que tiene que llegar a trabajar a tiempo. Por supuesto, resulta imposible.
No fue sólo el ambiente autoritario del lugar de trabajo lo que inspiró a Kafka. Algunas de las luchas de sus protagonistas vienen desde dentro.
La corta historia ‘Un artista del hambre’ describe un artista de circo cuya actuación consiste en ayunos prolongados. Está molesto porque el maestro de circo limita éstos a 40 días, creyendo que esto le impide alcanzar la grandeza de su arte. Pero cuando su actuación pierde popularidad, se le deja libre para dejarse morir. El giro viene cuando yace moribundo en el anonimato, admitiendo lamentablemente que su arte siempre ha sido un fraude. Él no ayunó por la fuerza de su voluntad, sino simplemente porque nunca encontró una comida que le gustara.
Incluso en ‘El proceso’, que parece centrarse directamente en la burocracia, las leyes difusas y los procedimientos desconcertantes apuntan a algo mucho más siniestro: el momento terrible de un sistema legal que resulta imparable, incluso para los funcionarios supuestamente poderosos.
Este es un sistema que no sirve a la justicia, pero cuya única función es la de perpetuarse. Lo que la teórica política Hannah Arendt, escribiendo años después de la muerte de Kafka, llamaría «tiranía sin tirano».
Acompañando la desolación de las historias de Kafka hay grandes dosis de humor, enraizado en la lógica absurda de las situaciones descritas.
Así, por un lado, es fácil reconocer lo kafkiano en el mundo actual. Nos basamos en sistemas de administración cada vez más complicados con consecuencias reales sobre todos los aspectos de nuestras vidas. Y encontramos que cada una de nuestras palabras es juzgada por gente que no podemos ver de acuerdo con las reglas que no conocemos.
Por otro lado Kafka, al poner el foco de nuestra atención sobre lo absurdo, nos muestra nuestros defectos sobre nosotros mismos. Nos recuerda que el mundo en que vivimos es el que hemos creado, y que cada uno de nosotros tenemos el poder de cambiar para mejor.
Fuente: Programa ‘Un libro una hora’, de Cadena Ser, 12/04/2020 | Para el resumen del libro se ha seguido la edición de la editorial Navona, en su colección ‘Los ineludibles’ | La imagen de portada e ilustraciones son acuarelas de Miquel Barceló para el libro ilustrado ‘La transformación’ , editado en 2020 por Galaxia Gutenberg