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‘Ensayo sobre la ceguera’ | José Saramago

‘Ensayo sobre la ceguera’ | José Saramago

Tabla de contenidos

‘Ensayo sobre la ceguera’ apareció por primera vez en español en 1996 y es uno de los grandes libros de José Saramago.  Es una novela que a veces cuesta seguir leyendo por la dureza de lo que cuenta, pero mantiene la fuerza narrativa desde las primeras páginas hasta la última. Es emocionante y profunda, y terriblemente actual. Más que nunca, hay que leer a Saramago.

'Ensayo sobre la ceguera' | José Saramago

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Sobre José Saramago

José Saramago nació en Azinhaga, en Portugal, el 16 de noviembre de 1922. Es un autor esencial que ha explicado como pocos el mundo que nos ha tocado vivir.

Es el autor de ‘El año de la muerte de Ricardo Reis‘, de ‘Levantado del suelo‘, de ‘Memorial del convento‘, de ‘El Evangelio según Jesucristo‘, de ‘Todos los nombres‘, ‘La caverna‘ o ‘El hombre duplicado‘, entre otras muchas obras maestras. Le concedieron en 1998 el Premio Nobel de Literatura. Murió en Tías, Lanzarote, el 18 de junio de 2010.

'Ensayo sobre la ceguera' | José Saramago

El documental ‘José y Pilar’, que puedes visionar un poco más abajo, muestra la historia de la relación entre el Premio Nobel de literatura y su esposa, la periodista española Pilar del Río. Retrata su vida cotidiana en Lanzarote y Lisboa, en su casa y en sus viajes por todo el mundo, durante los últimos cuatro años de vida del escritor portugués.

'Ensayo sobre la ceguera' | José Saramago
Pilar del Río y José Saramago en 2009

‘José y Pilar’ | Documental

¿Cómo es y cómo vive el día a día José Saramago? Todos tenemos un José Saramago en la mente: el brillante e imaginativo y compasivo escritor de parábolas, comprometido con todas las causas que merecen ser apoyadas. Pero es fantástico poder completar un retrato tan liviano escuchando su palabra serena, su reflexión lúcida sobre esto y aquello.

'Ensayo sobre la ceguera' | José Saramago

Pero en ese cuadro José no está solo. Junto a él, no detrás ni acompañándole, a su lado, inseparable, casi indistinguible porque son dos pero parecen uno, está Pilar del Río.

'Ensayo sobre la ceguera' | José Saramago
Imagen de archivo de José Saramago y Pilar del Río, en su casa en Tías, Lanzarote. | ARCADIO SUÁREZ

El realizador Miguel Gonçalves Mendes dirige esta película documental que muestra la dimensión humana y ética del gran escritor portugués José Saramago, y el día a día que compartió con su esposa, la periodista Pilar del Río.

El documental, centrado en los últimos años de vida del escritor, muestra a un Saramago enfermo, pero lleno de fuerza y energía. A través de imágenes sobre las rutinas cotidianas del autor, Gonçalves Mendes invita al espectador a reflexionar sobre los grandes temas como la vida, la muerte, Dios, el amor y la literatura.

La película nos introduce, delicadamente, en el espacio íntimo de quienes desde dentro son mucho más que el escritor y su traductora, mucho más incluso que un matrimonio enamorado, y nos concede el privilegio de acompañarles en un viaje de más de tres años de duración. Un viaje en una doble dimensión paralela, el proceso de creación de una novela y el agotador periplo a través de ciudades, países y continentes en el que el escritor portugués va sembrando ideas de justicia y solidaridad demostrando que no hay estética sin ética.

Es este un documental sorprendente por muchos conceptos. En primer lugar porque consigue el milagro de que la palabra valga lo que mil imágenes. En segundo lugar porque sin proponérselo nos cuenta una hermosa historia de amor. En tercer lugar porque contagia la ilusión de vivir a toda costa frente a todas las dificultades, y porque razón y emoción se entrelazan con tanta armonía que la película es inolvidable.

José e Pilar (legendas em português):

José y Pilar (subtitulado en castellano):

‘Ensayo sobre la ceguera’ | Resumen

Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde.

Así comienza ‘Ensayo sobre la ceguera’, con los conductores impacientes esperando a que se ponga la luz en verde para ellos. Pero cuando lo hace, no todos arrancan. El primero de la fila de en medio se queda parado. Los peatones ven al conductor braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon.

El hombre grita algo. Por los movimientos de la boca se nota que repite dos palabras:

― ¡Estoy ciego!

Nadie lo diría. A primera vista los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia.

Le ayudan a salir del coche mientras el hombre repite con desesperación que está ciego, que lo ve todo blanco. Implora que alguien le lleve a casa.

Un hombre se ofrece a conducir el coche y llevar al hombre a su casa. Aparcan cerca de la casa del ciego. Una vez allí el ciego dice que no necesita nada más, por no dejar entrar a un extraño en su casa, y el buen samaritano se va.

Cuando llega su mujer deciden llamar a un oculista. El ciego se da cuenta de que el hombre no le ha dejado la llave del coche. Aún así buscan el coche, pero no lo encuentran. El hombre se lo ha robado.´

La mujer explicó a la recepcionista que era la persona que había llamado hacía media hora por la ceguera del marido, y ella los hizo pasar a una salita donde esperaban otros enfermos.

Estaban un viejo con una venda negra cubriéndole un ojo, un niño que parecía estrábico y que iba acompañado por una mujer que debía de ser la madre, una joven de gafas oscuras, otras dos personas sin particulares señales a la vista, pero ningún ciego, los ciegos no van al oftalmólogo.

El ciego le cuenta al médico lo que ha pasado, y le dice que lo ve todo blanco. El médico lo examina. Todo está bien, tiene los ojos perfectos, le resulta inexplicable que lo vea todo blanco. Nunca ha visto ni estudiado un caso igual. Le manda unas pruebas y se van.

Aquella noche, el ciego sueña que está ciego.

El hombre que le robó el coche siente cierto arrepentimiento, mezcla de miedo. Empieza a mirar las luces de forma obsesiva. Deja el coche lejos del barracón al que debe llevarlo. Sale del coche. Piensa que eso no es una gripe que se pegue. Aún no ha andado treinta pasos cuando se queda ciego.

El médico atiende a todos sus pacientes y luego se va a casa, donde se pone a estudiar. Después de cenar le cuenta a su mujer el caso del hombre que se ha quedado ciego. No logra entender qué puede haberle pasado. Su mujer le da un beso antes de irse a dormir.

… Sobre la mesa se veían los libros dispersos, ¿qué será esto?, pensó, y de pronto sintió miedo, como si también él fuera a quedarse ciego en el instante siguiente y lo supiera ya. Contuvo la respiración y esperó. No ocurrió nada. Ocurrió un momento después, cuando juntaba los libros para ordenarlos en la estantería. Primero se dio cuenta de que había dejado de verse las manos, después supo que estaba ciego.

La muchacha de las gafas oscuras ha ido a la consulta del médico por una conjuntivitis. Se puede decir que es una prostituta, porque esta mujer se va a la cama a cambio de dinero, pero lo hace cuando quiere y con quien ella quiere. Tiene una profesión y aprovecha las horas que le quedan libres para dar algunas alegrías al cuerpo y suficientes satisfacciones a sus necesidades, tanto a las particulares como a las generales. Vive como le apetece, y además saca de ello todo el placer que puede. Alguien la está esperando. Entra en el hotel con aire natural.

… Diez minutos después estaba ya desnuda, a los quince gemía, a los dieciocho susurraba palabras de amor que ya no tenía necesidad de fingir, a los veinte empezaba a perder la cabeza, a los veintiuno sintió que su cuerpo se desquiciaba de placer, a los veintidós gritó, Ahora, ahora, y cuando recuperó la consciencia, dijo, agotada y feliz, «aún lo veo todo blanco».

Al ladrón del coche lo lleva un policía a casa. A la muchacha de las gafas oscuras que vive con sus padres también. El  médico se acuesta sin despertar a su mujer. Piensa que tiene que informar a las autoridades sanitarias; avisar de lo que podría estar convirtiéndose en una catástrofe nacional, un tipo de ceguera desconocido con todo el aspecto de ser muy contagioso.

Cuando su mujer se despierta él sigue en la cama, y luego le dice que se ha quedado ciego. Llaman al ministerio pero nadie le hace caso, así que llaman al director de su propio servicio hospitalario. Deciden enviar a alguien a su consulta para buscar los datos del primer hombre que se ha quedado ciego, pero se despide de él muy seco.

Media hora después, el médico, torpemente y con ayuda de la mujer, había acabado de afeitarse. Sonó el teléfono. Era otra vez el director del servicio oftalmológico, pero la voz, ahora, sonaba distinta.

― Tenemos aquí a un niño que también se ha quedado ciego de repente, lo ve todo blanco, la madre dice que estuvo ayer con él en su consultorio.

― Supongo que es un niño que sufre estrabismo divergente del ojo izquierdo. Sí, No hay duda, es él. Empiezo a estar preocupado, la situación es realmente seria,…

Tres horas después le llaman del ministerio. Le ordenan que no se mueva de su casa. Pocos minutos después llama de nuevo el director clínico del hospital, nervioso, diciéndole que hay dos casos más de ceguera fulminante. Por la tarde le vuelven a llamar del ministerio para decirle que le envían una ambulancia. Su mujer hace una pequeña maleta. Cuando llaman al telefonillo le piden que baje. Su mujer sube a la ambulancia con él y cuando el conductor protesta ella comenta que también se acaba de quedar ciega, pero es mentira.

La ocurrencia había brotado de la cabeza del ministro mismo. Era, por cualquier lado que se la examinara, una idea feliz, incluso perfecta, tanto en lo referente a los aspectos meramente sanitarios del caso como a sus implicaciones sociales y a sus derivaciones políticas.

Mientras no se aclarasen las causas, o, para emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios.

Tienen tres opciones. Un manicomio vacío en desuso, unas instalaciones militares, una feria industrial en fase de construcción y al final también un hipermercado en quiebra.

Consideran que el manicomio es el más adecuado. Está rodeado de una tapia y tiene dos salas. Una la destinan a los ciegos propiamente dichos y otra para los contaminados. Además tiene un cuerpo central. Antes del anochecer ya han recogido a todos los ciegos de los que ha habido noticia y algunos posibles contagiados.

Los primeros en ser trasladados al manicomio son el médico y su mujer. Hay soldados de vigilancia. Una gruesa cuerda hace de pasamanos desde el portón de entrada a la puerta principal del edificio.

La mujer del  médico guía al marido hacia la sala más próxima a la entrada. Tiene dos filas de camas pintadas de un gris ceniciento. Las mantas, las sábanas y las colchas son del mismo color. Hay más salas, corredores largos y estrechos, letrinas empercudidas, una cocina, un enorme receptorio. Detrás del edificio hay un cercado abandonado.

El médico le pide a su mujer que se vaya.

― Tú no estás ciega, no puedo permitir que te quedes aquí.

― Sí, tienes razón, no estoy ciega.

― Voy a pedirles que te lleven a casa, les diré que los engañaste para quedarte conmigo.

― No vale la pena, desde donde están no te oyen, y, aunque te oyeran, no te harían caso.

― Pero tú puedes ver.

― Por ahora, lo más probable es que me quede también ciega un día de éstos o dentro de un minuto.

― Vete, por favor.

― No insistas, además, estoy segura de que los soldados no me dejarían poner un pie fuera.

― No te puedo obligar.

― No, amor mío, no puedes, me quedo aquí para ayudarte y para ayudar a los que vengan, pero no les digas que yo veo.

― ¿Qué otros?

― No creerás que vamos a ser los únicos.

―Esto es una locura.

― Debe serlo, estamos en un manicomio.

Los otros llegan juntos. Los han recogido en sus casas. El que se quedó ciego primero, el ladrón que robó el coche, la chica de las gafas oscuras y el niño estrábico, sin su madre. Cada uno se sienta en una cama.

Los dos hombres están muy cerca, pero no lo saben. La chica consuela al niño diciéndole que su madre seguro que llegará pronto. Los hombres están crispados, tensos, el cuello en alto como si olfateasen algo, con una expresión mezcla de amenaza y de miedo.

En ese momento se oye una voz seca a través de un altavoz. La voz dice que el gobierno ha asumido su responsabilidad con este aislamiento, y empieza a dictar una serie de instrucciones:

Primero: las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan.

Segundo: abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente.

Tercero: en cada sala hay un teléfono que solo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza.

Cuarto: los internos lavarán manualmente sus ropas.

Quinto: se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a enunciar.

Sexto: tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados.

Séptimo: todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible.

Octavo: la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado.

Noveno: los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema.

Décimo: en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán.

Undécimo: tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior, en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes.

Duodécimo: en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado…

La voz anuncia que esa comunicación se repetirá todos los días, a la misma hora. El médico dice que está claro que están aislados. Cuando habla todos reconocen su voz, menos el ladrón. Ninguno lleva mucho equipaje. El médico propone que se empiecen a organizar.

Uno de los hombres se pone en pie bruscamente y empieza a culpar al primer ciego de la desgracia de todos. El hombre reconoce la voz del ladrón y dice que no piensa compartir habitación con él, y se marcha arrastrando los pies para no tropezar, tanteando con la mano libre, pero en ese momento le cae encima el ladrón y empiezan a pegarse. Con gran esfuerzo consiguen separarlos, pero el ladrón sigue acusando al hombre.

Pronto surge la necesidad de ir al baño. La mujer del médico propone guiarles, pero deciden ir todos juntos. Se organiza una fila. El ladrón se sitúa justo detrás de la chica de las gafas oscuras.

… Estimulado por el perfume que de ella se desprendía y por el recuerdo de la reciente erección, decidió usar las manos con mayor provecho, una acariciándole la nuca por debajo del cabello, la otra, directa y sin ceremonias, palpándole los pechos. Ella se sacudió para escapar del desafuero, pero él la tenía bien agarrada. Entonces, la muchacha soltó una patada hacia atrás como una coz. El tacón del zapato, fino como un estilete, se clavó en el muslo desnudo del ladrón, que soltó un grito de sorpresa y de dolor.

No hay nada para curar al ladrón y la herida parece grave. El médico y su mujer le llevan a la cocina. Todo está sucísimo. Le tienen que vendar con su propia camiseta. Cuando vuelven el niño se ha hecho pis encima. Todos se van a buscar los baños. Primero se alivian los hombres. Las mujeres esperan.

A la mañana siguiente la mujer del médico se despierta con miedo de haberse quedado ciega, no quiere abrir los ojos. Pero sigue viendo.

De la cama del ladrón llega un gemido. Se le ha infectado la herida. De pronto se oyen voces en el exterior de la sala, llega más gente. La mujer del médico propone que se numeren y diga cada uno quién es.

… Dos hombres hablaron al mismo tiempo, siempre pasa igual, luego los dos se callaron, y fue un tercero quien comenzó.

― Uno, ―hizo una pausa, parecía que iba a dar su nombre pero lo que dijo fue― soy policía.

Y  la mujer del médico pensó, no ha dicho cómo se llama, seguro que sabe que eso aquí no tiene importancia. Ya otro hombre se estaba presentando.

― Dos ―y siguió el ejemplo del primero― soy taxista.

El tercer hombre dijo:

― Tres, soy dependiente de farmacia.

Después, una mujer:

― Cuatro, soy camarera de hotel.

Y la última:

― Cinco, soy oficinista.

― ¡Es mi mujer, mi mujer! ―gritó el primer ciego―  ¿dónde estás?, ¡dime dónde estás!

― ¡Aquí! ¡Estoy aquí!

Decía ella llorando y avanzando trémula por el pasillo, con ojos desorbitados, las manos luchando contra el mar de leche que por ellos entraba.

En ese momento el altavoz avisa que la comida ha sido depositada en la entrada. Han calculado la comida para cinco personas. Hay botellas de leche y galletas, pero se han olvidado de vasos, platos y cubiertos.

Horas después el altavoz anuncia que se puede ir a recoger la comida del mediodía. Siguen siendo raciones para cinco. Gritan a los soldados que son once, pero los soldados se mofan de ellos.

El herido no quiere comer. Mediada la tarde entran tres ciegos más expulsados de la otra ala. De pronto se oye una confusión de gritos y órdenes, un vocerío que viene de la calle. Son ciegos traídos en rebaño. El manicomio se llena casi del todo.

Poco a poco va llegando cierta calma, y con la noche los ciegos van durmiéndose. El único que queda despierto es el ladrón. Ya no nota la pierna. Se tira de la cama y se arrastra hacia el pasillo. Logra ponerse de pie y, arrastrando la pierna mala, se dirige hacia la entrada. Cuando llega a la entrada se cae y, a partir de ahí, se arrastra hacia los soldados.

El soldado que está de guardia ve aparecer la cara blanca del ladrón entre los hierros, como un fantasma. Es el miedo lo que le hace apuntar su arma y disparar una ráfaga a quemarropa.

Vamos a ver si hay por aquí una pala o un azadón, algo, cualquier cosa que sirva para cavar, dijo el médico. Llevaron con gran esfuerzo el cadáver al cercado interior, lo dejaron en el suelo, entre la basura y las hojas caídas de los árboles. Ahora, había que enterrarlo. Solo la mujer del médico conocía el estado en que se encontraba el muerto, la cara y el cráneo destrozados por la descarga, tres orificios de bala en el cuello y en la parte del esternón.

Enterrarle es un trabajo terrible. Pero cuando los soldados traen la comida, y como no han traído el desayuno por la mañana, hay muchísimos ciegos que se dirigen hacia ellos. Cunde el  pánico entre los soldados y abren fuego contra la multitud. Ahora hay que enterrar a muchos. A partir de entonces les dejan la comida cerca del portón, no en el zaguán, y llegar hasta ella ya es una aventura. Tienen que organizarse para llegar.

Cuando van a comer se dan cuenta de que unos cuantos han robado unas cajas y de que queda muy poca comida para repartir entre todos. Pero no hay tiempo para pensarlo porque se empiezan a oír tiros en la calle. El ejército trae a unos doscientos ciegos, en autobuses.

No estaría bien imaginar que estos ciegos, en tal cantidad, van allí como borregos al matadero, balando como de costumbre, un poco apretados, es cierto, pero ésa fue siempre su manera de vivir, pelo con pelo, aliento con aliento, hedor con hedor. Aquí van unos que lloran, otros que gritan de miedo o de rabia, otros que blasfeman, alguien ha soltado una amenaza inútil y terrible: «Como os agarre un día ―se supone que se dirige a los soldados― os arranco los ojos».

La entrada es un absoluto caos. En el zaguán se arrastran los ciegos desamparados, doloridos por los golpes unos, pisoteados otros. En el suelo, aparte de algunos zapatos que han perdido el pie, hay bolsos, maletas, cestos… la última riqueza de cada uno ahora para siempre perdida. Quien venga a la rebusca dirá que lo que se lleva es suyo.

Un viejo con una venda negra en un ojo viene del cercado, anda en busca de abrigo, despacio, con los brazos extendidos busca el camino. Encuentra la puerta de la primera sala del ala derecha. Oye voces que vienen de dentro y entonces pregunta si hay una cama para él. El viejo de la venda negra cuenta a los demás cómo están las cosas fuera. Corre el rumor de que se va a formar de inmediato un gobierno de salvación nacional.

El miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras. Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento en que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos.

Ocupados todos los camastros, doscientos cuarenta sin contar los ciegos que duermen en el suelo, ninguna imaginación, por fértil y creadora que sea, puede describir el tendal de porquería que hay. No es solo el estado al que rápidamente llegan las letrinas, sino que los ciegos empiezan a utilizar el cercado como aliviadero de todos sus desahogos. No tardarán en convertirse en animales, peor aún, en animales ciegos.

La mujer del médico piensa que hay que poner remedio a ese horror y que no puede seguir fingiendo que no ve, pero también piensa en las consecuencias. Se convertirá en una esclava, todos le exigirán que los alimente, que los lave, que los lleve de aquí para allá. Algunos llegarán a odiarla por ver. La ceguera no les ha hecho mejores, ni peores. Decide anunciar que ve a la mañana siguiente.

Pero a la mañana siguiente sucede algo que lo cambia todo. Cuando los ciegos van a por comida vuelven espantados.

― No nos han dejado traer la comida ―dijo uno, y los otros repitieron― No, nos han dejado.

― ¿Quién, los soldados? ―preguntó una voz cualquiera.

― ¡No, los ciegos!

― ¿Qué ciegos?, ¡aquí todos somos ciegos!

― No sabemos quiénes eran ―dijo el dependiente de farmacia― pero creo que deben ser de aquellos que vinieron juntos, los últimos que llegaron.

― ¿Y cómo es eso?, ¿por qué no os dejaron traer la comida? ―preguntó el médico―, ¡hasta ahora no ha habido ningún problema!

― Ellos dicen que eso se ha acabado, que a partir de hoy, quien quiera comer, tendrá que pagar.

Es un grupo grande, de los últimos que han llegado, y están armados con palos.

El médico propone ir a hablar con ellos. La mujer del médico le acompaña. Se van sumando ciegos de todas las salas. Cuando los que tienen la comida se ven rodeados uno de ellos saca una pistola. El primer disparo hace soltarse del techo una gran placa de estuco que cae sobre las desprevenidas cabezas aumentando el pánico. Les obligan a volver a las salas riéndose de ellos.

Cada sala, les dicen, nombrará a dos responsables que se encargarán de recoger todo lo que haya de valor, todo, de cualquier tipo, dinero, joyas, anillos, pulseras, pendientes, relojes… y luego se lo llevarán, y les advierten que no se dejen nada porque harán una inspección.

Cuando todos vuelven a sus salas discuten qué hacer, pero terminan recogiendo todos los objetos de valor. Lo único que se guarda la mujer del médico, colgándolas en un clavo muy alto, son unas tijeras. La comida que les entregan a cambio es muy poca.

Pasada una semana, los ciegos malvados mandaron aviso de que querían mujeres. Así, simplemente.

― Tráigannos mujeres.

Esta inesperada, aunque no del todo insólita exigencia, causó la indignación que es fácil imaginar, los aturdidos emisarios que vinieron con la orden volvieron de inmediato para informar que las salas, las tres de la derecha y las dos de la izquierda, sin exceptuar siquiera a los ciegos y ciegas que dormían en el suelo, habían decidido, por unanimidad, no acatar la degradante imposición, objetando que no podía rebajarse hasta ese punto la dignidad humana, en ese caso femenina, y que si en la tercera sala del lado izquierdo no había mujeres, la responsabilidad, si la había, no les podía ser atribuida.

La respuesta fue corta y seca.

― Si no nos traen mujeres, no comen.

Las mujeres no están dispuestas, evidentemente. Uno de los ciegos, con especial sentido de la oportunidad, pregunta si hay voluntarias, pero las protestas estallan. Saltan las furias. Los hombres son moralmente arrasados. Les llaman chulos, proxenetas, alcahuetes, vampiros, explotadores.

Luego el silencio se va apoderando de la sala, como si las mujeres comprendieran que vendrá inevitablemente la derrota. Hasta que una mujer de unos cincuenta años, que tiene a su cargo a su anciana madre, dice que ella irá. Y, una a una, las mujeres van diciendo que irán. Son siete mujeres. Al día siguiente, a la hora de cenar, aparecen en la puerta de la sala tres ciegos del otro lado preguntando cuántas mujeres hay.

Los ciegos se echaron a reír.

― Bueno, bueno, entonces vais a tener que trabajar mucho esta noche.

Y el otro sugirió,

― Quizá sería mejor ir a buscar refuerzos a la sala siguiente.

― No vale la pena ―dijo el tercer ciego, que sabía aritmética―  prácticamente tocan a tres hombres por cada mujer, ya verás cómo ellas aguantan.

Se rieron otra vez, y el que había preguntado cuántas mujeres había dio la orden,

― ¡Venga!, ¡vamos!, eso si queréis comer mañana y dar de mamar a vuestros hombres.

Las humillaciones, las vejaciones, las violaciones son terribles. Amanece cuando los ciegos malvados dejan ir a las mujeres. Durante horas han pasado de hombre en hombre. Ahora los hombres ya pueden ir a por la comida. Vuelven sordas, ciegas, calladas, a tumbos, solo con la voluntad suficiente para no dejar la mano de la que llevan delante. Una de ellas cae, literalmente, como si le hubiesen segado las piernas, muerta. Los hombres esperan en la puerta. El médico y el viejo de la venda negra van a por la comida, el salario de la vergüenza.

Cuatro días después los malvados acuden a por más mujeres a la sala de al lado. La mujer del médico levanta los ojos y ve sus tijeras colgadas de un clavo. Las coge y sale.

Quince mujeres van hacia la guarida de los malvados. Cuando acaban de pasar la mujer del médico las sigue. Ninguna se da cuenta. Van aterrorizadas. No tanto por la violación como por la orgía, la desvergüenza. La cama que sirve de cancela es apartada rápidamente.

Las iban llevando a las camas, las desnudaban a tirones. En seguida se oyeron los llantos acostumbrados, las súplicas, las voces implorantes, pero las respuestas, cuando las había, no variaban.

― Si quieres comer, tienes que abrir las piernas.

Y las abrían, a algunas les ordenaban que usasen la boca, como aquella que estaba en cuclillas entre las rodillas del jefe de los malvados. Ésa no decía nada.

La mujer del médico entra en la sala y va hasta el fondo, donde está la cama del jefe de los malvados y donde se amontonan las cajas de comida.

Mientras avanza por el pasillo observa los movimientos de aquel a quien no tardará en matar, como el placer le hace inclinar la cabeza hacia atrás, como si le ofreciera el cuello. Se coloca detrás de él. La ciega continúa su trabajo.

La mujer levanta las tijeras, las hojas un poco separadas y, cuando va a llegar el orgasmo, la mujer del médico baja violentamente el brazo y las tijeras se entierran con toda la fuerza en la garganta del ciego. El grito del hombre apenas se oye, pero es el grito de la mujer cuando un chorro de sangre le da en la cara lo que alarma a los malvados.

Los ciegos dejaron a las mujeres, avanzaban a tientas.

― ¿Qué pasa?, ¿por qué gritas de ese modo? ―preguntaban.

Pero ahora la ciega tenía una mano sobre la boca. Alguien le decía al oído «cállate», y luego notó que la empujaban suavemente hacia atrás. «No digas nada», era una voz de mujer y esto la tranquilizó, si tanto se puede decir en semejante situación.

Los malvados se dan cuenta de que su jefe está muerto. Parecen aturdidos. Uno de los ciegos coge la pistola y los cartuchos que quedan. Las mujeres son presas del pánico queriendo salir de allí pero tropiezan con los malvados. Éstos creen que los atacan y se produce una gran confusión.

Algunas mujeres consiguen dar con la puerta. Otras luchan por liberarse de las manos que las sujetan. Alguna intenta estrangular al enemigo y añadir un muerto a otro muerto. El ciego de la pistola dispara un tiro al aire. Entonces la mujer del médico decide avanzar dando golpes a diestro y siniestro, se va abriendo camino. En su huída clava las tijeras en el pecho de otro y luego le dice a los malvados que ahora, si quieren seguir vivos, serán ellas las que recojan la comida.

Se alejó, dio unos cuantos pasos todavía firmes, luego avanzó a lo largo de la pared del corredor, casi desmayándose, en un momento las rodillas se le doblaron, y cayó redonda. Los ojos se le nublaron. Voy a quedarme ciega, pensó, pero luego comprendió que no sería esta vez, eran sólo lágrimas lo que cubría su vista, lágrimas como jamás las había llorado en su vida, He matado, dijo en voz baja, quise matar y maté.

Pero la comida empieza a escasear. Durante bastantes días los soldados dejan de traer las cajas. La única comida que queda en el manicomio es la que tienen los malvados almacenada. Algunos hombres tratan de sacarles de su guarida, donde se han atrincherado, pero ellos se defienden a tiros.

Una noche, una mujer decide incendiar las camas que hacen de barricada en la sala de los malvados. Se arrodilla en la entrada de la sala. Tira lentamente de los cobertores hacia afuera. Saca un mechero que ha guardado celosamente hasta entonces y lo enciende. La llama lame la suciedad de los tejidos y poco a poco prende. Pero de repente las llamas se multiplican, se convierten en una cortina ardiente. Su propio cuerpo alimenta la hoguera.

El fuego salta velozmente de cama en cama. Los malvados intentan alcanzar las ventanas, pero cuando entra aire atiza el incendio. Los otros ciegos corren despavoridos por los pasillos llenos de humo. Gritan «¡Fuego!». En cada sala solo hay una puerta. Los ciegos se empujan, se pisan. El corredor se llena de gente. La única que puede guiar a los demás a la salvación es la única que ve, la mujer del médico.

― ¡Estoy aquí!, ¡solo ahora he logrado salir de la sala!, ¡la culpa fue del niño estrábico, que nadie conseguía saber dónde se había metido!, ¡ahora está aquí!

Lo agarró con fuerza de la mano.

― ¡Tendrían que arrancarme el brazo para que lo soltara! Con la otra mano llevo la mano de mi marido, y luego viene la chica de las gafas oscuras, y luego el viejo de la venda negra, donde está uno está el otro, y después el primer ciego, y después su mujer, todos juntos, como una piña, que, al menos eso espero, ni este calor pueda abrir.

Alguien grita que hay que salir de allí. La mujer del médico dice que va a hablar con los soldados y se lanza seguida por los suyos hacia la salida. Consigue al fin salir al rellano y llega prácticamente desnuda. Grita pidiendo ayuda entre el humo. Nadie responde. Nada se mueve. Los soldados se han ido.

En ese momento ocurre todo al mismo tiempo. La mujer del médico anuncia a gritos que están libres. El tejado del ala izquierda se viene abajo dispersando llamaradas por todas partes. Los que han conseguido salir se precipitan hacia la tapia gritando. El portón está abierto de par en par. Los locos salen.

Le dices a un ciego «¡Estás libre!», le abres la puerta que lo separaba del mundo. «¡Vete!, ¡estás libre!», volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues solo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar.

Es de noche. Agotados muchos ciegos se sientan en el suelo. Lo más urgente es encontrar comida. Todo el grupo de la mujer del médico sabe que ella ve. Le preguntan si sabe dónde están.

Ella les pregunta dónde están sus casas. Si fueran de casa en casa, desde la más cercana hasta la que está más lejos, la primera sería la de la chica de las gafas oscuras. La segunda la del viejo de la venda negra. Después la de la mujer del médico. Y finalmente la del primer ciego. Deciden seguir ese itinerario.

Cuando nace el día empieza a llover. Una llovizna fina pero persistente. Trabajosamente, vacilando, agarrándose unos a otros se ponen en marcha hacia el centro de la ciudad. Pero la mujer del médico quiere encontrar un sitio donde dejarles seguros e ir sola en busca de comida. La idea es dejarles en una tienda, reteniendo el nombre de la calle y el número de la puerta para volver.

Se paró. Le dijo a la chica de las gafas oscuras «esperaos aquí, no os mováis», y fue a mirar por la puerta acristalada de una farmacia. Le pareció ver dentro unos bultos tumbados, llamó en los cristales, una de las sombras se movió, alguien se levantó volviendo la cara hacia el lugar de donde venía el ruido.

Están todos ciegos, pensó la mujer del médico, sin entender por qué se encontraban allí, quizá sea la familia del farmacéutico, pero, si es así, ¿por qué no están en su propia casa?…

Pero uno de los hombres que duerme en la farmacia le cuenta que como todo el mundo está ciego muchas veces no encuentran sus casas, así que se meten en la primera casa que encuentran, o duermen en las tiendas, que es más fácil, y por el día deambulan buscando comida.

El grupo de la farmacia sale del local. A lo largo de la calle aparecen otros grupos. También personas aisladas, arrimados a las paredes. Hay hombres aliviando la urgencia matinal de la vejiga.  Mujeres al resguardo de los coches abandonados. Ablandados por la lluvia los excrementos aquí y allá motean la calle.

La mujer del médico mete a los suyos en la farmacia que se ha quedado vacía y les dice que no dejen ese sitio, y si los echan que se queden en la puerta, juntos hasta que ella llegue.

Había mucha gente fuera. ¿Cómo se orientarán?, se preguntó la mujer del médico. No se orientaban, caminaban rozando las casas, con los brazos tendidos hacia delante, tropezaban continuamente unos con otros, como las hormigas que van en cadena, pero cuando esto ocurría, no se oían protestas, ni necesitaban hablar, una de las familias se despegaba de la pared, avanzaba a lo largo de la que venía en dirección contraria, y así seguían hasta el próximo tropiezo.

De vez en cuando se paraban, olfateaban a la entrada de las tiendas, por ver si olía a comida, sea lo que fuera, luego continuaban su camino, doblaban una esquina, desaparecían de la vista, poco después aparecía otro grupo,…

Las tiendas parecen haber sido devoradas por dentro. Son como caparazones vacíos. La mujer del médico está bastante lejos ya cuando ve un supermercado. Dentro solo hay estanterías vacías, vitrinas rotas, ciegos vagando por los pasillos, la mayoría a gatas barriendo con las manos el suelo.

De pronto piensa que debe de haber un almacén grande que estará en otro sitio. Busca una puerta. Al fin, en un pasillo oscuro, ve lo que parece un montacargas, una puerta lisa que da a unas escaleras. Cuando la cierra se queda a oscuras, y así baja las escaleras hasta que llega al almacén. Encuentra unas cerillas y llena las bolsas de comida. Riqueza suficiente para comprar la ciudad.

Antes de irse se sienta en el suelo. Abre un envase de chorizo, otro de lonchas de pan negro, una botella de agua y sin remordimientos come. Luego sale, con tres bolsas en cada mano. Tiene que pasar entre los ciegos. Uno de ellos olfatea el aire y dice que huele a chorizo. Ella echa a correr.

Llovía torrencialmente cuando llegó a la calle. Mejor, pensó, jadeando, con las piernas temblándole, así se sentiría menos el olor. Alguien la había agarrado por el último andrajo que apenas la cubría de cintura arriba, ahora iba con los pechos al aire, por ellos, lustralmente, palabra fina, corría el agua del cielo, no era la libertad guiando al pueblo, las bolsas, afortunadamente llenas, pesan demasiado como para llevarlas alzadas como una bandera.

Por todas partes hay ciegos con la boca abierta hacia las alturas matando la sed. Va leyendo los nombres de las calles, pero hay un momento en el que se cree que se ha perdido, que  no les encontrará jamás. Se sienta cansada, desesperada en el suelo, y se pone a llorar. Los perros la rodean, pero uno de ellos le lame la cara. La mujer le acaricia la cabeza. Encuentra un plano de la ciudad en una marquesina y consigue orientarse. Le sigue el perro. Y así llega a la tienda.

La mujer del médico les cuenta todo lo que ha pasado y lo que le han contado. El médico dice que él aún conserva las llaves de su casa. Introduce tres dedos en un bolsillo pequeño de los andrajosos pantalones y ahí están.

Después de comer deciden buscar tiendas para calzarse y vestirse adecuadamente, y luego llegar hasta la primera parada, la casa de la chica de las gafas oscuras.

La música se ha acabado, nunca hubo tanto silencio en el mundo, teatros y cines sirven a quien se ha quedado sin casa o ha dejado de buscarla. Algunas salas de espectáculos, las mayores, se usaron para las cuarentenas cuando el Gobierno, o lo que de él sucesivamente fue quedando, aún creía que el mal blanco podía ser atajado con trucos e instrumentos que de tan poco sirvieron en el pasado contra la fiebre amarilla y otros pestíferos contagios, pero eso se ha acabado, aquí ni siquiera ha sido necesario un incendio.

En cuanto a los museos, es un auténtico dolor del alma, algo que rompe el corazón, toda aquella gente, gente digo bien, todas aquellas pinturas, aquellas esculturas no tienen delante ni una persona a quien mirar.

La casa de la chica de las gafas oscuras está cerrada. Nadie contesta cuando aporrean la puerta. Ella vivía con sus padres. No sabe que ha sido de ellos. La vecina de abajo, la del primero, una mujer muy vieja, dice que no sabe dónde están, que la casa ha estado ocupada, y les deja pasar al patio para subir por la escalera de incendios a su casa.

La chica de las gafas oscuras quiere quedarse allí esperando a sus padres, pero la mujer del médico propone que no se dispersen, que sigan juntos.

El viejo de la venda negra no tiene casa, vivía solo en un cuarto alquilado, no tiene familia. El niño estrábico no se quiere separar de la chica de las gafas oscuras. Así que allá van, todos juntos. Llegan al atardecer a casa del médico, que saca sus llaves y abre la puerta. Nadie ha entrado desde que se fueron.

Lo primero que hace la mujer del médico es pedir a todos que se desnuden, y con unas sábanas y unas toallas intentan limpiarse lo mejor que pueden, y luego, sentados a la mesa, cenan.

Empezó a llover cuando clareaba la mañana. El viento lanzó contra las ventanas un aguacero que resonó como mil latigazos. La mujer del médico se despertó, abrió los ojos y murmuró, «¡cómo llueve!», luego volvió a cerrarlos, en el dormitorio seguía siendo noche profunda, podía dormir. No llegó a estar así ni un minuto, despertó abruptamente con la idea de que tenía algo que hacer, pero sin comprender qué era, la lluvia estaba diciéndole, «¡levántate!», ¿qué querría la lluvia?

Sale a la terraza donde se amontona la ropa sucia. Eso es lo que tiene que hacer, aprovechar esa agua. Empieza a reunir cazos, palanganas, todo lo que pueda recoger un poco de esa lluvia, y luego se quita de golpe la bata mojada y desnuda, recibiendo en el cuerpo unas veces la caricia y otras veces los latigazos de la lluvia, empieza a lavar la ropa al tiempo que se lava a sí misma.

En la puerta de la terraza aparecen la chica de las gafas oscuras y la mujer del primer ciego. Qué presentimientos, qué intuiciones, qué voces interiores las han despertado. Se desnudan y se ponen a lavar la ropa entre las tres. El agua corre por sus cuerpos. Del suelo a la terraza cae una cascada de espuma y, mientras lavan y se lavan, hablan.

Las palabras son así, disimulan mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran a dónde quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los sentimientos, a veces son los nervios que no pueden aguantar más, han soportado mucho, lo soportaron todo, era como si llevasen una armadura, decimos.

La mujer del médico tiene nervios de acero, y resulta que también la mujer del médico está deshecha en lágrimas por obra de un pronombre personal, de un adverbio, de un verbo, de un adjetivo, meras categorías gramaticales, meros designativos, como lo están igualmente las dos mujeres, las otras, pronombres indefinidos, también ellos llorosos, que se abrazan a la de la oración completa, tres gracias desnudas bajo la lluvia que cae.

Las mujeres ya están limpias, ahora les toca a los hombres. El viejo de la venda negra prefiere lavarse en el cuarto de baño. Le ponen un poco de agua limpia en la bañera y allí se arrodilla. Se enjabona, se frota enérgicamente, se lava la cabeza. De pronto siente que unas manos le tocan la espalda, recogen a espuma de los brazos y del pecho y luego se la dispersan por la espalda, suavemente. Quiere preguntar quién es, pero se le traba la lengua, no es capaz.

Tienen que salir a buscar más comida. Van la mujer del médico, el primer ciego y su mujer. La calle cada vez está peor. Los perros olfatean por todas partes, escarban en la basura, alguno lleva en la boca una rata.

Todavía se pueden encontrar judías o garbanzos en sacos. La mujer del médico llena de habichuelas y garbanzos dos de las bolsas que llevan. Luego se dirigen a la casa del primer ciego. Está ocupada por un escritor con su mujer y sus dos hijas, que a su vez perdieron su casa a manos de otros ciegos. Deciden dejar que se queden con la promesa de que se vayan a su casa cuando esta se desocupe.

Cuando volvieron a casa, cargando alimentos suficientes para tres días, la mujer del médico, intercalada con las excitadas explicaciones del primer ciego y de su mujer, contó lo que había ocurrido. Y por la noche, como tenía que ser, leyó para todos unas cuantas páginas de un libro que sacó de la biblioteca. El tema del libro no le interesaba al niño estrábico, que se quedó dormido al poco tiempo con la cabeza en el regazo de la chica de las gafas oscuras y los pies sobre las piernas del viejo de la venda negra.

Dos días después van a la consulta del médico. Se han llevado los archivos, pero el instrumental está a salvo. Luego vuelven a casa de la chica de las gafas oscuras. Lo primero que ven es que su vecina está en el suelo, ante el portal, muerta. Deciden enterrarla en el patio.

No hay rastro de sus padres. Ella quiere dejarles un mensaje, por si vuelven. Tiene que ser algo que ellos puedan reconocer por el tacto. A la mujer del médico se le ocurre que podría dejarles un mechón de pelo colgado del tirador de la puerta. La chica de las gafas oscuras rompe a llorar con la cabeza caída sobre los brazos cruzados en las rodillas. Desahoga su pena, la añoranza, la conmoción por esa ocurrencia.

Aquella noche hubo de nuevo lectura y audición, no tenían otra manera de distraerse, lástima que el médico no fuese, por ejemplo, violinista aficionado, qué dulces serenatas podrían oírse entonces en este quinto piso, los vecinos dirían envidiosos, «a ésos, o les va bien en la vida o son unos inconscientes que creen huir de su desgracia riéndose de la desgracia de los demás».

Ahora no hay más música que la de las palabras, y ésas, sobre todo las que están en los libros, son discretas, aunque la curiosidad trajera a alguien a escuchar tras la puerta de la casa, no oiría más que un murmullo solitario, ese largo hilo de sonido que podrá prolongarse infinitamente, porque los libros del mundo, todos juntos, son como dicen que es el universo, infinitos.

Al día siguiente deciden ir al almacén del supermercado. Van la mujer del médico y su marido. El aspecto de las calles empeora a cada hora. Atraviesan una plaza donde grupos de ciegos se entretienen oyendo los discursos de otros ciegos.

Llegan al supermercado. A la mujer del médico le extraña que no haya gente entrando y saliendo ni viviendo dentro. Hay un olor como a podrido. Cuando la mujer del médico abre la puerta que da acceso al corredor el olor se hace más intenso. Avanza por el corredor cada vez más oscuro.

Saturado del hedor a putrefacción, el aire parecía pastoso. A medio camino, la mujer del médico vomitó. ¿Qué habrá pasado aquí?, pensó entre dos arcadas, y murmuró luego, una y otra vez, estas palabras mientras se iba aproximando a la puerta metálica que daba al sótano.

Confundida por la náusea, no había notado que en el fondo se percibía una claridad difusa, muy leve. Ahora sabía lo que era aquello. Pequeñas llamas palpitaban en los intersticios de las dos puertas, la de la escalera y la del montacargas. Un nuevo vómito le retorció el estómago, fue tan violento que la tiró al suelo.

El médico la oye vomitar y corre como puede a buscarla. Es la primera vez desde que le afectó la ceguera que es él quien guía a la mujer. Cuando salen del corredor los nervios de ella se desatan de golpe. El llanto se convierte en convulsión. No hay manera de enjugar lágrimas como estas. Solo el tiempo y la fatiga las podrán reducir.

Unos minutos después ella dice que están todos muertos, que vio los fuegos fatuos agarrados en las rendijas. Seguro que dieron con el sótano, se precipitaron escaleras abajo en busca de comida y se cayeron todos. El sótano es ahora un inmenso sepulcro.

La mujer del médico piensa que la culpa fue suya al salir del sótano aquel día oliendo a chorizo.

― En cierto modo, todo cuanto comemos es robado de la boca de los otros, y, si les robamos demasiado acabamos causando su muerte, en el fondo, todos somos más o menos asesinos.

―  Flaco consuelo, Lo que no quiero es que empieces a cargarte tú misma con culpas imaginarias cuando ya apenas puedes soportar la responsabilidad de sostener seis bocas concretas e inútiles.

La mujer del médico apenas puede arrastrar los pies. La conmoción la ha dejado sin fuerzas. Necesita acostarse, cerrar los ojos, respirar pausadamente. Si pudiera estar unos minutos tranquila, quieta, seguro que le volverían las fuerzas. Pero no quiere acostarse sobre la inmundicia de la acera.

Al otro lado de la calle hay una iglesia. Será un buen sitio para descansar. Las puertas están abiertas de par en par. Está llena. Casi no hay un palmo de suelo libre, pero encuentra un espacio donde se deja caer rindiendo el cuerpo al desmayo, cerrados al fin por completo los ojos. Después de un rato empieza a volver en sí, a encontrarse mejor.

Pero en aquel mismo instante pensó que se había vuelto loca, o que, desaparecido el vértigo, sufría ahora alucinaciones, no podía ser verdad aquello que los ojos le mostraban, aquel hombre clavado en la cruz con una venda blanca cubriéndole los ojos, y, al lado una mujer con el corazón traspasado por siete espadas y con los ojos también tapados por una venda blanca, y no eran sólo este hombre y esta mujer los que así estaban, todas las imágenes de la iglesia tenían los ojos vendados, las esculturas con un paño blanco atado alrededor de la cabeza, y los cuadros con una gruesa pincelada de pintura blanca,…

Es difícil contar a todos lo que ha pasado. Comen lo que tienen. La mujer del médico dice que cada día es más difícil encontrar comida, que quizá tendrán que salir de la ciudad e irse a vivir al campo. Después de comer se echan a dormir.

Por la noche no comen, solo el niño estrábico recibe algo. Se sientan a oír la lectura del libro. A veces se quedan dormidos o amodorrados escuchando.

El primer ciego está pensando en su casa y en el escritor que la ocupa cuando de repente el interior de sus párpados se le vuelve oscuro. Entonces le entra un gran miedo en el alma. Cree que ha pasado de una ceguera a otra. Que habiendo vivido en la ceguera de la luz irá ahora a vivir en la ceguera de las tinieblas. Su mujer le pregunta qué le pasa y él contesta que se ha quedado ciego. Su mujer le dice que todos están ciegos. Le dice que se duerma.

El consejo le puso furioso, estaba allí un hombre angustiado hasta un punto que sólo él sabía, y a su mujer no se le ocurría más que decirle que se fuese a dormir. Irritado, y ya con la respuesta ácida escapando de la boca, abrió los ojos y vio. Vio y gritó,

― ¡Veo!

El primer grito fue aún el de la incredulidad, pero con el segundo, y el tercero, y unos cuantos más, fue creciendo la evidencia,

― ¡Veo, veo!

Se abrazó a su mujer como loco, después corrió hacia la mujer del médico y la abrazó también, era la primera vez que la veía, pero sabía quién era, y sabía también quién era el médico,…

Y reconoce a todos. El médico le pregunta si ve realmente bien, como veía antes, y él dice que incluso mejor. Entonces el médico dice lo que todos están pensando pero nadie se atreve a decir en voz alta: «es posible que esta ceguera haya llegado a su fin».

La mujer del médico empieza a llorar. Pero la alegría general es sustituida por el nerviosismo. El viejo de la venda negra propone que se queden todos allí, esperando.

En cierto momento al primer ciego se le ocurrió decirle a su mujer que al día siguiente se irían a su casa.

― Pero yo todavía estoy ciega ― respondió ella.

― Es igual, yo te llevo.

Solo quien allí se encontraba, y en consecuencia lo oyó con sus propios oídos, fue capaz de entender cómo en palabras tan sencillas pueden caber sentimientos tan distintos como son los de protección, orgullo y autoridad.

La segunda en recuperar la vista, avanzada la noche, es la chica de las gafas oscuras. Ha estado todo el tiempo con los ojos abiertos, como si por ellos tuviera que entrar la visión y no renacer por dentro. De repente dice que le parece que está viendo. Se abraza con la mujer del médico. No se sabe cuál de las dos llora más. El segundo abrazo es para el viejo de la venda negra.

El tercero en recuperar la vista cuando empieza a clarear la mañana es el médico. Pasada la primera emoción se pregunta qué estará pasando fuera. La respuesta llega del piso de abajo. Alguien sale al rellano gritando que ve. De seguir así va a nacer el sol sobre una ciudad en fiesta.

De fiesta fue el banquete de la mañana. Lo que estaba en la mesa, además de poco, repugnaría a cualquier apetito normal, la fuerza de los sentimientos, como en momentos de exaltación siempre ocurre, había ocupado el lugar del hambre, pero la alegría les servía de manjar, nadie se quejó, hasta los que aún estaban ciegos se reían como si los ojos que ya veían fuesen los suyos.

La chica de las gafas oscuras decide ir a poner en la puerta de su casa un cartel para sus padres. El viejo de la venda negra le pide ir con ella. El primer ciego y su mujer deciden ir a ver si el escritor se ha ido de su casa.

Minutos después, ya solos, el médico se sienta al lado de su mujer. El niño estrábico duerme en un extremo del sofá. Por la ventana abierta, pese a la altura del piso, llega el rumor de las voces alteradas. Las calles deben estar llenas de gente. La multitud grita una sola palabra: ¡veo! Empieza a parecer una historia de otro mundo aquella en que se dijo: ¡estoy ciego!

La mujer del médico le pregunta a su marido por qué se han quedado ciegos. El médico dice que no lo sabe, que quizá un día lleguen a saber la razón.

― ¿Quieres que te diga lo que estoy pensando?

― Dime.

― Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven.

La mujer del médico se levantó, se acercó a la ventana. Miró hacia abajo, a la calle cubierta de basura, a las personas que gritaban y cantaban. Luego alzó la cabeza al cielo y lo vio todo blanco, Ahora me toca a mí, pensó. El miedo súbito le hizo bajar los ojos. La ciudad aún estaba allí.

Análisis de la obra

Escribe Juan Cruz en El País que la lectura de ’Ensayo sobre la ceguera’ es un reto pero es también una insólita aventura de la mente de un hombre que hizo de la calidad de sus metáforas un compromiso literario y civil también. Saramago no escribía para complacer ni para complacerse, pero alcanzó cotas de excelencia narrativa que ahora, pasado el tiempo, se perciben como la firma mayor de una literatura que profetizó el malestar contemporáneo.

‘Ensayo sobre la ceguera’ es una novela política, que muestra la perplejidad de los que no habían percibido la plaga que les estaba sobreviniendo, es una explicación narrativa de la vacuidad de la política cuando no tiene en cuenta los problemas reales del hombre.

Como señala Juan Cruz, en ‘Ensayo sobre la ceguera’ sorprende la simbología contemporánea a la que Saramago da curso. Los hombres están ciegos, se mueven como autómatas, reciben órdenes que cumplen sin preguntar por la razón de esas indicaciones, y la sociedad se sumerge así en un letargo cuya metáfora es esta ceguera que llena de espanto a sus personajes.

'Ensayo sobre la ceguera' | José Saramago

Como decía su biógrafo y amigo, el poeta y crítico Fernando Gómez Aguilera, «habría que leerla después de ver los noticieros de la televisión», pues es una indagación en el ser humano envuelto en la ceguera del mundo contemporáneo, «es una gran metáfora visionaria sobre la irracionalidad humana contemporánea, propia de un agitador de conciencias». Así que lo que cuenta no es surreal, exactamente, «la surrealidad es la que estamos viviendo».

Saramago definía ‘Ensayo sobre la ceguera’ como «la novela que plasmaba, criticaba y desenmascaraba a una sociedad podrida y desencajada». El autor se da el lujo de obviar los nombres de los múltiples personajes. Solo la exhaustiva descripción que hace de cada uno de ellos permite que el lector los identifique claramente, los describe por alguna característica sobresaliente como la mujer del médico, la mujer de las gafas oscuras, el niño estrábico, etc.

Señala Juan Cruz que ‘Ensayo sobre la ceguera’ es, como dice Pilar del Río, «un ensayo sobre la humanidad». Si se lee (en voz alta, en voz baja) uno verá a Saramago adivinando misteriosamente el desconcierto real del mundo en que vivimos. Como algunos de los libros principales de Saramago, este es, como dice Pilar del Río, «un descenso a los infiernos».

La circunstancia es kafkiana, y de Kafka es Saramago heredero directo, pero tiene una virtud principal el autor portugués, y la subraya Pilar del Río: «Su modernidad literaria consiste en su capacidad de indagación, que le lleva, en efecto, a bajar a los infiernos, pero resuelve, con su estilo, con su voz, las situaciones más complejas». El estilo, la voz, es el ritmo, que en este libro alcanza la perfecta compenetración entre el grito en qué consiste y la musicalidad con que se dice.

‘Ensayo sobre la ceguera’ es un despliegue de imaginación increíble, que narra qué podría ocurrir en nuestro mundo con los afectados por una epidemia infecciosa y como en una situación semejante perderíamos nuestro civismo. En el fondo se trata de un relato real, quizá demasiado, en el que lo único mágico es la enfermedad en sí. Todo lo demás que ocurre es tan posible que da tanto miedo como la mejor novela de terror.

‘Ensayo sobre la ceguera’ es el reino del lado feo de la desesperación y la ley del más fuerte. Se podría decir que no puede ser más triste, pero Saramago va más allá: «Lo que se trata de saber es si han aprendido con lo que han vivido y van a cambiar».

‘A Ciegas’ | ‘Blindness’ | 2008

Adaptación cinematográfica de la novela ‘Ensayo sobre la ceguera’. La película está dirigida por Fernando Meirelles. En su reparto figuran entre otros los actores Julianne Moore y Mark Ruffalo. Este es el tráiler:

Fuente: «Un libro una hora«, de Cadena ser (05/09/2021)

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