Uno de los objetivos más apasionantes de la ciencia es estudiar esa maraña de neuronas y de conexiones que es el cerebro y cómo cada cosa que hacemos puede modificarlo.
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Mariano Sigman es un referente mundial en la neurociencia de las decisiones y de la comunicación. Es uno de los directores del ‘Human Brain Project‘, el proyecto más grande del mundo para estudiar el cerebro humano. Ha publicado el libro ‘El poder de las palabras. Cómo cambiar tu cerebro (y tu vida) conversando‘.
‘El poder de las palabras’ | Mariano Sigman
En el programa ‘A vivir’, en Cadena Ser, Javier del Pino (presentador del programa) y sus colaboradores conversan con Mariano Sigman, autor del libro ‘El poder de las palabras. Cómo cambiar tu cerebro (y tu vida) conversando’. (Entrevista emitida el 18/09/2022).
El libro parte de la idea, que no es nueva, de que el lenguaje le da forma al pensamiento e induce emociones. ¿El cerebro da más credibilidad a aquello que sale del terreno del pensamiento y se materializa en forma de palabras?
Mariano Sigman: «El cerebro implementa. Yo soy neurocientífico. He estudiado el cerebro durante muchos años, pero creo que a la mayoría de los que estudiamos el cerebro en realidad nos importan las preguntas de siempre: ¿por qué nos desbordan algunas emociones?, ¿por qué nos enfadamos cuando no queremos?, ¿por qué somos más celosos de lo que querríamos?, ¿por qué hay cosas que recordamos que querríamos olvidar?, ¿por qué al revés, hay cosas que querríamos recordar y no lo hacemos?
Creo que estas son las preguntas que nos interpelan un poco a casi todos, y son las preguntas que nos hemos hecho siempre, a veces desde la filosofía, desde la ficción, desde la ciencia…
Estudiar el cerebro es como una especie de lupa fina que nos permite responder algunas preguntas que a ojo desnudo no podríamos responder.
Es como cuando hemos mirado el cielo y siempre hemos sacado conjeturas sobre dónde está la Tierra respecto al universo y dónde estamos y que hay más allá de las cosas que vemos. Y el día que a alguien se le ocurrió hacer unas lentes que nos permitían ver cosas que giraban alrededor de otro planeta, cambió nuestro entendimiento del universo.
A mí me gusta pensar que por lo menos mi acercamiento al cerebro no es de cómo funciona de por sí sino como una herramienta para entendernos a nosotros en los lugares que siempre nos hemos preguntado.»
Tú puedes moldear esa herramienta, dices. Cómo no enfadarme cuando me estoy enfadando, o cómo acordarme de algo que me gustaría recordar porque es un recuerdo feliz, por ejemplo. ¿Podemos moldearlo?
Mariano Sigman: «Sí, podemos y de alguna manera es algo que siempre hemos indagado. Es decir, yo creo que cada uno de nosotros tiene como una idea de lo que somos y una idea de lo que queremos ser.
A mí me gusta pensarlo como si tú tienes una especie de ecualizador en el que puedes regular la intensidad, pongamos de cada una de las emociones. Y cada uno tiene una especie de paisaje. Hay gente que se enfada un poco y le gusta enfadarse, y no pasa nada. No es que haya un ideal de que uno tenga que vivir una vida solo expresando una emoción monocromática de la felicidad. Creo que todos entendemos que la vida es más rica cuando tiene tintes y colores pero de una manera que nos resulte deseable.
A mí me parece que ahí es donde entra la ciencia. La ciencia no entra a decir qué tipo de vida emocional tenemos que vivir, sino una vez que la hemos elegido, y cada uno sabe qué es lo que querría vivir, cuáles son las herramientas y los caminos para poder acercarse a eso.
Este libro que yo he escrito es distinto a los anteriores. Hasta ahora los libros que yo había escrito eran sobre cosas que yo había estudiado mucho, en profundidad, que conocía muy bien. Era como una persona que ha estudiado la memoria durante treinta años y escribe sobre la memoria.
Este último libro, ‘El poder de las palabras‘, para mí era un lugar más cándido o más entrañable porque fue al revés. Fueron cosas de mi vida en las que yo sentía que estaba un poco estancado o en las que yo sentía que quería que cambien en mis vínculos más cercanos.
A veces no enfadarme con mis hijos cuando pasan algunas cosas o enfadarme menos, o a lo mejor que los celos no se desborden de una manera que a mí no me gustaría que lo hagan… y como yo soy un poco nerd, supongo, y como es mi manera de hacerlo, lo que hice fue buscar, además de donde vamos siempre para estas respuestas que es en la ficción, en la literatura que siempre se ha encargado de estas cosas, ir a buscar hoy qué respuestas había para abordar estos problemas.
El libro es una especie de la bitácora de ese viaje, es como el relato de las herramientas que yo fui encontrando. Y como yo creo que tampoco soy tan distinto a lo que somos todos, quiero decir que las cosas que me afligen a mí son parecidas a las que nos incumben a todos, al final creo que terminan siendo respuestas o herramientas. No son soluciones. Son abordajes, diría, a cosas en las que creo que a todos nosotros nos da ganas de trabajar.»
Tú buscas una vinculación o una relación incluso de causa-efecto entre el cerebro y la palabra. Yo recuerdo una vez una conferencia de Luis Rojas Marcos en la que alguien entre el público le preguntó que por qué creía que las mujeres españolas tenían una expectativa de vida superior a la de los hombres españoles, y él dijo que era porque hablaban mucho, porque socializan mucho (evidentemente no viéndolo como un defecto).
Eso se da mucho en los pueblos, hay corrillos y las mujeres tienen amigas. ¿Hasta qué punto la palabra o la socialización, el número de interlocutores también, que tú lo mencionas en tu libro, tiene que ver con nuestra plasticidad del cerebro?
Mariano Sigman: «Hay muchos estudios que han examinado esto, acerca de si la buena conversación ―porque no es la palabra en sí misma sino que es el buen uso de la palabra― tiene un impacto en la salud, y qué tipo de impacto y en qué forma.
Por supuesto que la palabra tiene un impacto en el cerebro, de eso no hay duda, porque cada conversación que uno tiene queda en la memoria y la memoria está en el cerebro. Es una idea que ha estado desde siempre, de hecho está en la fundación de la teología, de la filosofía y del psicoanálisis. No es una idea que estamos trayendo nueva, pero es importante que podamos verla ahora en el siglo XXI, con todas las herramientas que tenemos y que antes no teníamos.
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Hay un estudio que se hizo cuando salió la epidemia del VIH ―del sida―. Antes de eso hablábamos de factores de riesgo, por ejemplo del riesgo del cigarrillo en el cáncer, que es muy conocido. Pero el VIH era una enfermedad que estaba muy estigmatizada, justamente por su relación con orientaciones sexuales, y era una enfermedad sobre la que era muy difícil hablar.
El sida era una enfermedad que el que la padecía no sólo la tenía sino que encima era una carga de la que era complicado hablar.
Lo que se descubrió es que un factor importante, y decisivo, que tenía un efecto en la supervivencia de cerca del año (no era un efecto pequeño), era si esa persona podía hablar de lo que le estaba pasando o no.
Si era una persona que podía comunicar y contar, que tenía alguien con quien hablar, eso que le ocurría tenía una perspectiva de vida mucho mejor. Era muchas veces un factor mucho más grande que otros que son más conocidos como la concurrencia de diabetes o malos hábitos de salud.
Yo creo que ignoramos la importancia de la soledad no sólo en la calidad de vida, en lo bonita que es la vida cuando uno tiene con quien conversar, sino en el impacto que tiene en muchos aspectos de la fisiología.
Muchos marcadores de estrés, incluso la expresión génica ―la expresión de los genes en nuestras células― cambian de acuerdo a algo que parece funcionar a una escala muy distinta que es la escala de las palabras.
Y además hoy entendemos por qué. Una parte de eso es muy sencilla, que es que cuando uno habla con otra gente toma mejores decisiones en todos los ámbitos de la vida.
La conversación es una especie de amplificador del pensamiento. Es un lugar en el cual el pensamiento sale a un sustrato en el cual es más fácil observar lo que está pasando, revisarlo, ver cuáles de los elementos son correctos y cuáles no. Es como escuchar música con auriculares, que empiezas a escuchar todos los instrumentos.
La escritura funciona igual. Todos hemos tenido ideas geniales que en el momento que las volcamos y las materializamos contándoselas a otros no lo son.
Con la conversación pasa eso que uno, y sobre todo en el ámbito de la salud, descubre errores que está cometiendo que en el momento que se lo cuentas a otra persona se vuelven evidentes. Es muy sencillo, es barato, es gratis… pero es tremendamente potente.
El ejemplo de la salud me parece pertinente, porque si por ejemplo un amigo viene diciéndote que tiene un lunar y que está preocupado, tú le vas a decir que vaya al médico, que probablemente no sea nada pero le dices que acuda al especialista porque le va a descartar en dos minutos si es algo.
Pero cuando uno mismo es el que piensa eso, la perspectiva en general cambia. Uno mismo se dice mañana tengo que ir a trabajar, no importa, ya veré… incluso hay algo como una especie de ostentación de no tener esa debilidad de preocuparse por la salud. Muchas veces incluso, los mejores médicos, que se desviven por cuidar la salud de los demás, desatienden su propia salud.
Todo esto es porque dentro del seno un poco borroso de la conversación propia, a veces es difícil entender las prioridades, es difícil entender que algo realmente es importante. Y esas cosas se vuelven claras y muy sencillas cuando uno tiene con quien conversar bien.»
Tú has hecho la matización entre la palabra y el buen uso de la palabra. ¿Por qué haces esta distinción?
Mariano Sigman: «Ahora estamos en un momento en el cual creo que hay, y todos vemos que hay, una suerte de crisis de la conversación, es algo que no necesita mucha introducción. Pasa en la esfera de lo ideológico, de lo político, pero también pasa en la esfera de lo privado. Y eso no es porque no hablemos sino porque creo que hemos perdido la virtud de conversar bien: conversar para disfrutar de aprender algo distinto, conversar para escucharnos.
Si uno piensa por ejemplo en la esencia del pensamiento, que es la filosofía, y en cómo un filósofo construye sus teorías, nos imaginamos a un tipo que está cerrado en su escritorio, o en una montaña viendo un buen paisaje…
Y los griegos nos enseñaron que esta era la peor manera de construir ideas. Nos enseñaron que la buena manera de construir ideas era juntarte con alguien, idealmente distinto ―alguien que te interpela, alguien a quien tú tienes el deseo de contarle algo y que te va a hacer ver cosas que tú no veías―, y esa vieja conversación de a pocos, abierta, receptiva, es una conversación que lleva a lugares muy efectivos del pensamiento.
Y esto no es una conjetura, sino que al igual que hay ciencia de las moléculas también hay ciencia de la conversación.»
Hace unos años, en Buenos Aires, se hizo un experimento sobre eso. Se planteaban situaciones éticas. Por ejemplo, de 0 a 10: ¿cuán ético es que alguien aborte?, ¿o que alguien sea infiel?, ¿o encubrir a un amigo que sabes que ha cometido un delito?
La persona podía responder un 3, o un 7… Y entonces se juntaba a las personas en grupos y lo que se ponía a prueba era el tamaño del grupo.
Si por ejemplo el asunto se discutía en Twitter pues nadie cambiaba de opinión, si lees cosas no sueles cambiar de opinión, si hablas con alguien que piensa muy diferente a ti posiblemente te refuerces y no termines cambiando de opinión…
Pero al participar en un grupo de 6-7 personas desconocidas en el que cada uno daba su opinión ―conversaban―, igual donde una persona decía antes un 7 pasaba a un 6 o pasaba a un 5.
En el poder de las palabras hay, además de ese aspecto de salud ―nos hace estar más sanos en nuestra parte cognitiva―, también esta parte de cambiar de manera de pensar y de encontrar nuevas ideas. Es muy bonito y además tiene ese sustrato científico que se ha experimentado.
Mariano Sigman: «Nos hemos vuelto escépticos de la palabra. Hoy hay mil asuntos polarizados en todos los lugares del mundo, y la idea es que si tú juntas a dos personas que tienen ideas distintas sobre estos terrenos es imposible que se pongan de acuerdo.
Y otra vez el resultado empírico es que si esa gente entra a la conversación de una manera razonable, básicamente con una predisposición de escuchar y de descubrir, la probabilidad de que se pongan de acuerdo en temas es mayor.
Hay por ejemplo un grupo que ha hecho esto hace muchísimos años, en la frontera entre Israel y Palestina. Juntan a un fanático propalestino y a un fanático proisraelí, y los hacen pensar sobre la posibilidad de encontrar un acuerdo y encontrar soluciones.
La cuestión que se nos plantea es cuál es la probabilidad de que salgan de esa conversación de una manera amistosa y con ganas y anhelo de trabajar juntos.
Si tú haces esa pregunta a mucha gente te dirán que la probabilidad de que ambos lleguen a un acuerdo es bajísima.
El resultado empírico es que si tú rompes el cortacircuito de que la otra persona entre a eso como una confrontación porque piensa que su interlocutor ya va a entrar a disparar y que eso es una guerra, si tú le dices que la escuche un rato, que va a ver que le va a escuchar y que puede ser que cambie… simplemente cambias la predisposición. Entonces el resultado empírico ―de cientos y cientos de estudios― es que la probabilidad de que se pongan de acuerdo es altísima.
Eso pasa también en conversaciones más mundanas. Algo que está en la esencia de ‘El poder de las palabras. Cómo cambiar tu cerebro (y tu vida) conversando‘ es como una especie de paradoja latente: ¿Por qué mucha y mucha gente es más agresiva con la gente que más quiere?
Las peleas de pareja, las peleas de hermanos, las peleas de padres e hijos que dejan de hablarse durante veinticinco años por cosas nimias, que cuando las ves en terceras personas piensas que es absurdo.
Esto que ahora observamos como un problema de gente que no se pone de acuerdo no es un problema de la política ni de la ideología, es un problema de aprender a conversar.»
¿Por qué mucha gente es más agresiva en redes que en la vida real?
Mariano Sigman: «La gente es más agresiva en redes que en la vida real porque justamente es un mal espacio para conversar. De hecho no es un espacio para conversar, es un espacio para vociferar. Ocurre que en las redes no vemos la cantidad de gente con la que estamos hablando.
Imagina a un grupo de personas sentadas alrededor de una mesa que tienen que resolver un problema. Se empezará a conversar. Uno hablará, los otros escucharán, luego hablará otro.
Imagina ahora que se decide resolver ese problema de otra manera, yendo al Santiago Bernabeu, juntando a 80.000 personas para conversar.
Si lo ves de esa manera te das cuenta de que eso es imposible, no pueden hablar 80.000 personas al mismo tiempo. Lo que ocurrirá es que alguien cogerá el megáfono, que gritará. Otros 100 empezarán a gritar y a cantar consignas. Se armaría una especie de guerra tribal.
Y Twitter es eso. Twitter son 100.000 personas o más vociferando de algo, es inevitable que en esas circunstancias las cosas converjan a que cada uno no quiere entrar a conversar.
Cuando tú vas a un restaurante, a comer algo, vas pensando en qué sabor nuevo que no conoces vas a encontrar. Uno raramente entra en una conversación así, diciendo a ver con qué me van a sorprender y qué me van a hacer pensar que yo no pensaba. A Twitter no entramos de esa manera.
A una conversación con un amigo, a una conversación con alguien a quien quieres, entras de esa manera y es la forma de aprender a pensar.»