Las revistas del corazón y los programas de televisión dedicados al cotilleo sobre famosos saben muy bien cómo funciona nuestro cerebro. Nos encantan los cotilleos, que nos cuenten los detalles prohibidos de las vidas de los demás y, a partir de pequeños o grandes rumores, fantaseamos completando historias sobre nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo o sobre la última estrella del cine o de la música.
A nuestro cerebro le encantan los cotilleos.
No importa que lo que nos cuenten sea verdad o mentira, lo importante es que parezca real. La explicación es que nuestro cerebro odia los datos sueltos, le cuesta mucho trabajo por ejemplo recordar números pero le resulta muy fácil rememorar una historia completa, sobre todo si esta tiene un rico aliño de emociones. Igual que nuestro organismo disfruta con las grasas saturadas de las pizzas y las hamburguesas, al cerebro le deleitan los relatos que incluyen raciones intensas de amor o desamor, engaños o crímenes.
El historiador Yuval Noah Harari, en su libro ‘Sapiens’, aventura que sin cotilleos no existiría nuestra especie. Saber quién es de fiar y quién no, quién odia a quién y con quién se acuesta cada cual, le permitió al ser humano crear amigos y enemigos, establecer jerarquías y cooperar en la tribu. Los grupos más cotillas eran los que más información tenían, y la información se convierte en poder porque sirve para atacar a los enemigos y anticipar sus decisiones. Según la tesis de Harari las tribus más reservadas, las menos cotillas, fueron extinguidas.
Hace unos años la investigadora Lisa Feldman Barrett comprobó, escaneando el cerebro de un grupo de voluntarios, que cuando nos hablan mal de alguien el cerebro cambia en milésimas de segundo las redes con las que codifica a esa persona, y se pone en guardia contra ella. Da igual que lo que nos cuenten sea verdad o no, el mal está ya hecho.
Este efecto también funciona al contrario. También en pruebas de laboratorio se ha comprobado que cuando nos explican una bonita historia sobre alguien, en la que se prueba su valor y entrega hacia los demás, empezamos a fabricar oxitocina, una hormona que nos predispone al amor, a la compasión y a la fidelidad.
Nuestro cerebro necesita emociones, necesita juzgar a los demás y ponerles etiquetas. Y a los que les cae la desgracia de que hablen mal de ellos están perdidos, porque, aunque se digan mentiras, todo el mundo dudará.
Fuente: «Secretos del cerebro» de Radio 5 (17/05/17)